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domingo, 12 de julio de 2009

Lo que no sé pronunciar no me gusta


En enero de 1973 se me presentó la oportunidad de ir a trabajar en la isla de San Andrés como ingeniero de la planta eléctrica. Empecé a trabajar allí el 8 de febrero de aquel año.

Aún estaba soltero y antes de irme le propuse a Sofía Inés que procuráramos casarnos en los dos meses siguientes para que no me asaltara esa sensación de soledad que el año anterior me había hecho renunciar a un cargo en Cementos del Caribe de Barranquilla. Ella accedió con la única condición de que le asegurara un puesto en el magisterio de la isla, lo que pude cumplir.

Coincidencialmente Sofía Inés y mi hermana María Helena habían acompañado una excursión estudiantil liderada por mi prima Luz Helena Gaviria en octubre del año anterior. Por tal motivo me recomendaron conocer a unos vendedores de seguros que se habían hecho sus amigos durante aquella excursión.

Efectivamente los vendedores de seguros de las diferentes compañías aseguradoras formaban un grupo de cinco amigos sin que entre ellos existieran los celos de cuál se ganaba alguna póliza que dos o más de ellos estuvieran compitiendo. Fue un grupo muy agradable y de muy sincera amistad en el que yo también me moví durante esos meses de soltería. Completaba el grupo un sexto miembro totalmente atípico: mientras los cinco ya nombrados y yo estábamos entre los 27 y 35 años, el señor Kin, ése era su apellido, tenía 65; mientras los cinco y yo somos colombianos distribuidos entre Antioquia, Caldas y Bogotá, el señor Kin era hindú; mientras los cinco, yo no, eran vendedores de seguros, el señor Kin era un comerciante, es decir, un cliente de alguno de los cinco o de todos.

Uno de ellos recibió la orden de su compañía de trasladarse en forma definitiva a Bogotá. Debía dejar la isla y todo lo que en ella quedaba incluyendo la amistad del grupo del cual yo ya era parte. El grupo decidió hacerle una despedida en un restaurante estrato 5,5 que allí había y que se llamaba (o se llama) Hansa Club, situado en Punta Hansa, como quien dice, en toda la puntica de la nariz del caballo de mar que parece el mapa de la isla de San Andrés.

Hasta esa noche lo más elegante que yo había pisado en restaurantes era la Fonda Antioqueña de Maracaibo entre Junín y Palacé (nombres de calles de Medellín, para los foráneos).
Hansa Club tenía una parte que estaba en un puente como a manera de muelle y allí nos sentamos, el mar lo teníamos debajo de nuestros asientos y como fuera noche de luna llena la marea estaba de tal manera que mojaba por debajo las tablas del muelle. Mi asiento coincidió con una abertura de las tablas que me permitía ver el agua.

El mozo trajo la carta y todos nos pusimos a leerla. No había caso, yo no sabía qué querían decir esos nombres tan raros que había en esa lista y hasta estuve tentado a llamar al mesero para preguntarle si no se había equivocado y en vez de la carta había traído la tabla donde alguno de los hijos del propietario hacía sus colages para el colegio.

De pronto alcancé a ver en el final de la tabla en letra muy pequeñita: “Pollo al horno”, ¡en español!

–¿Qué hago? –Reflexionaba yo– ¿Pido pollo al horno? ¿Qué irá a pensar Sofía Inés –reconozco que ella era, y sigue siendo, de más roce social que yo– cuando se entere de que su futuro esposo en semejante lugar tan lujoso pidió pollo al Horno? ¡Qué pena con el señor Kin que haya tenido que recorrer medio mundo para venir a verme a mí comiendo pollo al horno!

Mientras estaba en estas reflexiones ya el mesero había iniciado a anotar los pedidos y empezó por el señor Kin que estaba a mi izquierda y se disponía a seguir en el sentido de las agujas del reloj. Yo sería el último.

–¡Ya sé! –Se me iluminó la mente– pediré el plato que más se repita entre ellos y si alguno pide pollo al horno, ¡zas!, el mío también será pollo al horno.

Debí haberlo imaginado: acostumbrados a subvalorar la letra menuda de las pólizas, que no se le deben dejar entender a los clientes, ninguno de los vendedores de seguros pareció haber advertido la presencia del plumífero plato. Uno pedía cazuela de no sé qué; otro langostinos a la no sé cómo; total que tuve que pedir un plato que se repitió una vez y como no sabía pronunciarlo le hice una indicación al mesero para que lo leyera en la carta señalándolo con el dedo índice. El empleado hizo un ademán gracioso de aprobación deslizando el bolígrafo entre los dedos pulgar e índice sin pronunciar palabra alguna, por lo que después interpreté que estaba acostumbrado a que de vez en cuando apareciera por allí algún personaje mudo.

Me llegó una cazuela toda rara que me supo a demonio revuelto. Ya se imaginan para qué había mencionado el hueco del tablado precisamente al lado de mi pie derecho, por allí volvieron los mariscos al mar de donde nunca debieron haber salido.

Mientras tanto miré hacia la izquierda y pensé que cuál sería la langosta tan rara que pidió el señor Kin que aún no le traían su pedido. Me imaginaba a los cocineros mar adentro tratando de pescarla.

–Por fin, allá vienen con el pedido del señor Kin, ya lo están descargando:

¡Pollo al horno!

Desde entonces, plato que no sé pronunciar no me gusta.

Gabriel Escobar Gaviria

5 comentarios:

JuanAgudelo dijo...

Buenas noches,

Disentimos también, como en algunas otras cosas, en cuanto a prácticas alimenticias: En mis escasos viajes siempre trato de pedir las comidas típicas del lugar, siempre le pregunto al mesero cuál plato me recomienda o cuál es el que más se vende en el sitio. Nunca me arrepiento, aunque no siempre me gusta lo que me traen: probar algo maluco sirve para valorar más lo bueno.

Saludos,

DeepField

Los Gavirias de Sopetrán dijo...

aprovecho este comentario para enseñr la diferencia entre los adjetivos alimenticio y alimentario.

Anteriormente el sustantivo "alimenticio" sólo tenía el signiificado de lo que alimenta, y el adjetivo "alimentario", de lo referente a la alimentación. Entonces las prácticas a que se refiere el lector en las que disiente de mì son las "prácticas alimentarias". Pero la gente comenzò a usar, como lo hace el lector, erróneamente el adjetico "alimenticio" para referirse a lo "alimentario" y se hablaba, por ejemplo, de "nececidades alimenticias" de las personas cuando se trataba de "necesidades alimentarias". Y sucedó lo que tenía que suceder: la Real Academia no pelea con nadie y le aprobó al adjetivo "alimenticio" lo referente a la alimentación.

Anónimo dijo...

"Necesidades alimenticias", don Abel.

Anónimo dijo...

Don Abel, en la primera cita de su columna Taller del idioma, en el Diario del Otún de hoy, se tragó usted una enorme redundancia: "con un mismo común denominador". En esta frase, la palabra "mismo" tiene igual significado que "común". "Con un mismo denominador" o "con un común denominador" serían las opciones correctas. A menos que en realidad la autora de la cita hubiera escrito "con un mínimo común denominador".

JuanAgudelo dijo...

Don Abel,

Entré hoy a su blog, luego de que lo reactivara recientemente, y ví el mensaje de babla, que no había leído antes.

Nuevamente se hace usted merecedor a (¿de?) mis felicitaciones, esta vez por haber sido incluido dentro de los 100 primeros blogs en la categoría de "enseñanza de idiomas". Lástima que no me enteré antes, para haber participado en la votación.

Saludos,

DeepField