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domingo, 14 de agosto de 2011

La columna de Angelita

Mundo moderno

Pena, ni propia ni ajena

La palabra “pena” se usa en Colombia como sinónimo de vergüenza, a diferencia de otros lugares en donde se emplea para connotar lástima o dolor. Ninguna es agradable, pero al parecer ambas son bastante necesarias.
La pena en el sentido colombiano, sin embargo, parece que evolucionó a partir de las competencias cognitivas que luego desarrollaron las habilidades de formación de roles, arquetípicos y emociones de autorregulación. En otras palabras, la pena depende de la capacidad de un individuo de imaginarse y valorarse a sí mismo y pensar en la manera como otros lo valoran e imaginan. Todo esto es básico para vivir en comunidad, transmitir valores, respetar jerarquías y un montón de cosas más. Pero lo realmente importante de todo esto es que la pena es un sentimiento altruista, nacido de las ganas de convivir armoniosamente.

Digo que es importante que lo tengan en cuenta porque esta semana ha sido sumamente rica en penas para mí y si tienen en cuenta lo del altruismo a lo mejor no salgo tan mal parada.

Todo empezó cuando mi hijo aprendió la canción El payaso Pin Pín por la mañana y luego salimos esa tarde a comernos un helado. No bien nos habíamos sentado cuando una familia se acomodó en la mesa de al lado. Ellos tenían dos hijos, una niña de unos cuatro añitos y un niño más o menos de la edad de Matías. Nos sonreímos mutuamente, acomodamos las pañaleras para darnos espacio y cada quien se concentró en administrar su refrigerio. Todo iba bien hasta que mi hijo notó que el niño llevaba una camisa bastante colorida y entonces señaló con su dedito al pequeño y gritó:

—¡Payaso!

El resto de la merienda parecía una versión de Pagliacci cantada por los Teletubbies y al final yo estaba tan roja como la nariz de Pin Pín.

Ojalá eso fuera lo único. Al otro día salimos a caminar y nos encontramos con una señora de proporciones generosas a quien le había parecido buena idea invertir en una falda entubada hasta los tobillos con un estampado blanco y café. Matías, ansioso por compartir su vocabulario en crecimiento, la señaló y dijo

–Vaca –y luego encimó la onomatopeya a todo pulmón.

Pero la medalla de oro de este campeonato de estribos (porque no sirven sino para meter la pata) se la lleva el peluquero de mi mamá. Preocupada por su apariencia ahora que está de candidata al Concejo, mi mamá acudió a su estilista de confianza. Una vez allí, como toda mujer, le abrió su corazón.

—No sé qué hacer. ¡Necesito muchos votos! —dijo ella, a lo que el fabulosamente sordo estilista replicó:

Ay, yo no había querido decir nada pero sí, la verdad es que necesitas mucho botox: en la frente, en los labios, un poquito en los pómulos y tal vez algo de colágeno y por qué no piensas en…

De ahí que el dicho “A grandes penas, grandes pañuelos”, aunque se refiere a la otra clase de pena, me caiga como anillo al dedo esta semana. Quiero un pañuelo muy grande, pero para esconderme debajo. Y que hasta haya campo para el peluquero.

Ángela Álvarez Vélez.

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