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sábado, 2 de mayo de 2009

La columna de Angelita

Nota del Editor: El pasado 20 de abril murió en la ciudad de Pereira el doctor Óscar Vélez Marulanda, hombre público de esa ciudad y del departamento de Risaralda. Desde sus funciones como Alcalde de Pereira, como senador de la República realizo obras a favor de la ciudad y del departamento. Fue conocido como plumón y se destacó por buena chispa humorística, Chispa que fue heredada por su nieta Ángela Álvarez Vélez como lo ha podido demostrar durante varios años como columnista de La Tarde, periódico al que este servidor se le pega con el permiso de la autora para reproducir sus columnas.

A la doctora Ángela y a los risaraldenses mi sentido pésame por la pérdida de su abuelo, a la primera, y de su líder, a los segundos.


El último vuelo de Plumón

Cuando alguien ve de cerca la muerte y se le ríe en la cara lo suficiente, empieza a tratarla con algo de ligereza. Óscar Vélez le hizo el quite a eso de morirse una media docena de veces, y siempre volvía con un chiste nuevo. La última vez que estuvo hospitalizado, por ejemplo, nos dijo que se había muerto pero que al Cielo no lo habían dejado entrar porque Pepita estaba en el Comité de Recepción, y que del infierno lo echaron porque los amigos (el Loco Giraldo, Alfonso López y Virgilio Barco) dijeron que él se les tomaba todo el traguito. Parece que a alguien finalmente se le ablandó el corazón. O tal vez logró llevarse una botella de whisky de contrabando y la usó para sobornar a los guardias. El caso es que ya llegó y ahora el Cielo sí se puso bueno porque si había alguien capaz de tomarle el pelo a Dios, era él. Porque eso sí, mamagallista como él sólo.

Nadie cruzó palabras como Plumón sin quedar con una historia para contar. A todos nos hizo alguna: al periodista Daniel Samper Pizano lo convenció de que las piñas eran subterráneas y que cuando uno metía la mano en la tierra y se chuzaba, ahí había una piña; a una secretaria del Senado —que como la mayoría de los humanos no le entendía ni pío de lo que decía— la convenció de que entraba en trance y hablaba en lenguas; en un viaje a Europa convenció a todo el mundo de que era de la Realeza Colombiana y se hizo llamar Conde de Marulanda durante varios días. Y esto es sólo la punta del iceberg. Era un tomador de pelo consumado, con una extraordinaria combinación de humor del más fino, vergüenza de la más escasa y la risa más contagiosa del mundo.

Rió e hizo reír, vivió intensamente, de día y de noche, sin remordimientos ni ataduras gozándose todos sus vicios y virtudes. Fue infaliblemente generoso, irremediablemente coqueto, decididamente optimista, bromista descarado, lector voraz, escritor talentoso, orador prodigioso (nadie le entendía, pero eso era parte de su encanto) goloso hasta el último día e hincha furibundo del Deportivo Pereira y del Real Madrid.

En la política se distinguió por ser encantador en la derrota y magnánimo en la victoria y sobre todo, Liberal. Orgulloso del Partido, comprometido con la región y enamorado de Pereira. Pero de la política, que se encarguen otros.

Yo quiero hablar de mi abuelo, el que escondía torta debajo de la cama y me levantaba a la media noche para que hiciéramos trampa juntos porque siempre nos tenían a dieta; el que le juraba a mi abuela que sólo se tomaba dos dedos de whisky (y levantaba el índice y el meñique mientras nos picaba el ojo a mis hermanas y a mí); el que nos hacía poner rojos porque les decía a las visitas:

—Bueno, o se van o se entran pero esta despedida está muy larga.

O también:

—¿No trajeron sino una tortica? Como tacañitos, ¿no?

Porque en cuanto al dulce, nunca era suficiente. Alguna vez alguien cometió el error de decirle:

—Óscar, ¿quieres milhoja o pastel?

A lo que él respondió;

—¿Cómo que “o”? Quiero milhoja y pastel.

Valga la aclaración: él era comelón, no gourmet. Le encantaban las salsas y los aderezos, a tal punto que hizo combinaciones tan aberrantes gastronómicamente como pizza con salsa ranchera y tamal con salsa de ciruelas. Ningún plato se escapó de ser “mejorado” por pique, mostaza, mermelada o cualquier otra cosa que tuviera a la mano. Y todo, todo, sabía mejor con arequipe por encima.

Su amor por el dulce, el trago y las mujeres lindas lo llevaron a vivir sin reservas, pero a pesar de sus excesos, nunca lo oímos hablar mal de nadie, y había mucho que decir. Le robaron, lo traicionaron, lo abandonaron y a todos los perdonó, y a los que quisieron volver, los recibió. Siempre nos dijo:

—En la política no hay amigos, hay aliados. Las alianzas se pueden acabar, pero eso no significa que la amistad no pueda seguir.

Esa lealtad feroz explica por qué le han hecho tantas condecoraciones, honores, menciones, por qué siempre había alguien en su oficina del centro, tomándose un tinto y echándose un cuento. En la calle la gente lo paraba y le decía

—Doctor, usted no sabe quién soy pero gracias a usted yo pude estudiar.

o también:

—Usted no se acordará de mí pero yo trabajé en una campaña suya.

Pero sí se acordaba, de todos. Les decía por el nombre, les preguntaba por la familia y les encimaba alguna anécdota.

Esa memoria prodigiosa, esa mente brillante y esa chispa inigualable nos hacían decir, cada vez que se enfermaba el abuelo:

—No se preocupen que Plumón nos va a enterrar a todos.

Y cada vez que se aliviaba nos decía cómo quería que fuera su entierro. Insistió en que quería mariachis, nos instruyó que no fuéramos a llorar y pidió que lo enterráramos al lado de la abuela Pepita para poderla molestar durante el resto de la eternidad.

Esta semana con mucha tristeza nos tocó darle gusto. Lo pusimos a descansar junto a Pepita (aunque realmente ahora no va a descansar ninguno de los dos) porque este lunes tanta vida y tanto vivido finalmente desbordaron el cuerpo que lo contenía y por eso lo descartó como un traje viejo con demasiados remiendos. La muerte lo alcanzó al fin. Pero para dicha de todos lo cogió con Buchannan’s en la sangre y tinta de periódico en los dedos.

Centenares de personas se reunieron para darle un último adiós y no hubo lagrimal que quedara invicto. Como prueba del cariño sincero que le tenían al abuelo, a pesar de que había varias docenas de políticos reunidos, nadie hizo campaña y no se mencionó la reelección ni una sola vez.

Todos sentimos el vacío, que tardará generaciones en llenarse. Creo que fue Emilio Loboguerrero Álvarez el que supo poner en palabras lo que los demás estábamos pensando. Le dijo a mi mamá que él iba a hacer un tobogán de nubes para que Óscar pudiera volver a visitarnos. Ojalá Emilio lo logre, pero mientras tanto démosle la despedida que quería. Toquen, mariachis, toquen que él sigue siendo el rey. Nada de lamentos y nada sufragios. Sólo un brindis: ¡Por Plumón!

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