Mundo moderno
La Bibliofilia es un camello
Dicen que el primer paso para superar una adicción es admitir que se tiene un problema pero ¿si no quiero superar mi adicción? Porque lo reconozco sin pena: soy compradora compulsiva de libros. Pocas cosas me llaman la atención tanto como una librería, especialmente esas ventas de libros usados que arman en carpas en el centro. Esculco bibliotecas ajenas (esto y hacer un inventario de las medicinas que otra persona tiene en el baño le dan a uno más información sobre alguien que varios años de conversaciones sinceras), leo por encima del hombro en el transporte público, ojeo lo que me encuentro en escritorios de otros y ni siquiera disimulo. No me da ni asomo de pena. Soy descarada y abiertamente bibliófila.
El problema es que vivo en el siglo XXI en donde el lugar de residencia de la mayoría de la gente de mi edad/condición, social/estrato, social/estatus marital es el apartamento. Los apartamentos modernos son un tributo a la economía del espacio, un triunfo de la ingeniería y de la arquitectura, pero son la ruina de los libros. No caben y dado que no tengo a la mano 400 camellos para hacer la de Abdul Kassem Ismael (gran visir de Persia en el siglo X) que siempre llevaba consigo su biblioteca de 117.000 volúmenes, además en orden alfabético porque los animales estaban entrenados para andar en fila, me ha tocado recurrir a artimañas como estanterías flotantes en todas alcobas, poner libros en la sala dizque porque eran de adorno y en el comedor “nivelando la mesa”. Pero ya no quedó más remedio que admitir que francamente tengo muchos libros. No demasiados. Pero sí, son hartos. Y mi marido ya se percató de un detalle nefasto: no los he leído todos. Él no entiende —tal vez sólo otro bibliófilo pueda entender— que la gracia no está sólo en LEER los libros sino también en POSEERLOS. Acariciarles el lomo como mascotas adoradas es un pasatiempo al que le dedico más horas de las que quiero contar, ordenarlos por título, autor, tema, preferencia o frecuencia de consulta me arrulla como nadie se imagina.
Pero mi marido, pragmático a pesar de sus pantalones de pana anaranjados, me ha dicho que no puedo comprar más libros hasta que me lea todos los que ya tengo. Esta prohibición rivaliza con la de Acta Volstead (ya saben, la que prohibió la fabricación y venta de alcohol en la década del 20 en Estados Unidos) y ha sido igual de acatada. Llego con libros empacados con disimulo en bolsas de plástico negras, tengo libros escondidos en el baño, en el carro, en la cocina, en las carteras y ocultos entre la ropa interior y debajo del colchón. Soy la al capone literaria y debo admitir que, como todo lo que se prohíbe, mis libros de contrabando son aún más dulces. Supongo que me tocará seguir leyendo debajo de las cobijas con linterna en mano hasta que me atrape la autoridad… o hasta que me consiga un par de camellos persas entrenados.
La Bibliofilia es un camello
Dicen que el primer paso para superar una adicción es admitir que se tiene un problema pero ¿si no quiero superar mi adicción? Porque lo reconozco sin pena: soy compradora compulsiva de libros. Pocas cosas me llaman la atención tanto como una librería, especialmente esas ventas de libros usados que arman en carpas en el centro. Esculco bibliotecas ajenas (esto y hacer un inventario de las medicinas que otra persona tiene en el baño le dan a uno más información sobre alguien que varios años de conversaciones sinceras), leo por encima del hombro en el transporte público, ojeo lo que me encuentro en escritorios de otros y ni siquiera disimulo. No me da ni asomo de pena. Soy descarada y abiertamente bibliófila.
El problema es que vivo en el siglo XXI en donde el lugar de residencia de la mayoría de la gente de mi edad/condición, social/estrato, social/estatus marital es el apartamento. Los apartamentos modernos son un tributo a la economía del espacio, un triunfo de la ingeniería y de la arquitectura, pero son la ruina de los libros. No caben y dado que no tengo a la mano 400 camellos para hacer la de Abdul Kassem Ismael (gran visir de Persia en el siglo X) que siempre llevaba consigo su biblioteca de 117.000 volúmenes, además en orden alfabético porque los animales estaban entrenados para andar en fila, me ha tocado recurrir a artimañas como estanterías flotantes en todas alcobas, poner libros en la sala dizque porque eran de adorno y en el comedor “nivelando la mesa”. Pero ya no quedó más remedio que admitir que francamente tengo muchos libros. No demasiados. Pero sí, son hartos. Y mi marido ya se percató de un detalle nefasto: no los he leído todos. Él no entiende —tal vez sólo otro bibliófilo pueda entender— que la gracia no está sólo en LEER los libros sino también en POSEERLOS. Acariciarles el lomo como mascotas adoradas es un pasatiempo al que le dedico más horas de las que quiero contar, ordenarlos por título, autor, tema, preferencia o frecuencia de consulta me arrulla como nadie se imagina.
Pero mi marido, pragmático a pesar de sus pantalones de pana anaranjados, me ha dicho que no puedo comprar más libros hasta que me lea todos los que ya tengo. Esta prohibición rivaliza con la de Acta Volstead (ya saben, la que prohibió la fabricación y venta de alcohol en la década del 20 en Estados Unidos) y ha sido igual de acatada. Llego con libros empacados con disimulo en bolsas de plástico negras, tengo libros escondidos en el baño, en el carro, en la cocina, en las carteras y ocultos entre la ropa interior y debajo del colchón. Soy la al capone literaria y debo admitir que, como todo lo que se prohíbe, mis libros de contrabando son aún más dulces. Supongo que me tocará seguir leyendo debajo de las cobijas con linterna en mano hasta que me atrape la autoridad… o hasta que me consiga un par de camellos persas entrenados.
Ángela Álvarez Vélez
angela_alvarez_v@yahoo.com
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