Era febrero de 1973 yo me había ido con un a trabajar como ingeniero de la Empresa Intendencial de Servicios Públicos de San Andrés y Providencia.
Aún era soltero y por esa razón adquirí una costumbre diaria: alrededor de la 9:00 a. m. salía de mi oficina en la planta a la salida para el sector de San Luis y me dirigía la centro donde había elegido una cafetería en la que convergíamos varios residentes de la Isla dedicados a diferentes labores, tomábamos uno o dos tintos nos desatrasábamos de chismes y regresábamos a las respectivas sitios de trabajo.
Yo me tomaba el primer tinto mientras le daba los últimos toques a la carta diaria que le escribía a mi novia Sofía Inés de la que estaba perdidamente enamorado. Luego me dirigía a la oficina de correo, ponía la carta y buscaba en el apartado pues por lo general tenía una carta también diaria de ella.
Regresaba a la cafetería a tomarme el segundo tinto y cuando no había con quien conversar leía la carta encontrada en el apartado.
Uno de los asistentes a aquella cafetería era un paisa medellinense, de nombre Mario que aparentaba unos 55 años y hasta menos, pero me quedo en los 55 para no exagerar la nota.
Nunca supe lo que Mario hacía, no supe si tenía familia ni dónde vivía en la Isla. Sólo sabía que era muy buen conversador y uno nunca se quedaba sin tema cuando Mario aparecía.
Los demás amigos tampoco sabían mucho, alguien me dijo una vez que Mario Había sido campeón nacional de billar, pero no me precisó fecha. Tal dato no fue desmentido por Mario, pero la fecha de su galardón tampoco se pudo precisar en conversación con el campeón. La verdad, su tranquilidad y despreocupación de los acontecimientos por venir eran características que coinciden plenamente con un campeón de billar.
Después de mi matrimonio ocurrido en abril de aquel año, yo seguí con la misma costumbre matinal, de tal manera que conservé los amigos de tinto hasta venirme de la isla en noviembre.
La buena conversación de Mario fue juntando fechas en mi cerebro matemático pues en sus anécdotas de pronto iban apareciendo contextos históricos que involuntaria e inocentemente se le iban escapando a Mario en sus discursos.
Tales contextos me fueron situando la infancia de Mario en los últimos años de la primera década del siglo; la Primera Guerra Mundial, en la plenitud de su adolescencia, y la madurez completa, al finalizar la década del 20. Podría asegurar que su campeonato de billar, fecha de la que más se cuidaba, podría haber ocurrido en los primeros años de la década del 30.
Aún era soltero y por esa razón adquirí una costumbre diaria: alrededor de la 9:00 a. m. salía de mi oficina en la planta a la salida para el sector de San Luis y me dirigía la centro donde había elegido una cafetería en la que convergíamos varios residentes de la Isla dedicados a diferentes labores, tomábamos uno o dos tintos nos desatrasábamos de chismes y regresábamos a las respectivas sitios de trabajo.
Yo me tomaba el primer tinto mientras le daba los últimos toques a la carta diaria que le escribía a mi novia Sofía Inés de la que estaba perdidamente enamorado. Luego me dirigía a la oficina de correo, ponía la carta y buscaba en el apartado pues por lo general tenía una carta también diaria de ella.
Regresaba a la cafetería a tomarme el segundo tinto y cuando no había con quien conversar leía la carta encontrada en el apartado.
Uno de los asistentes a aquella cafetería era un paisa medellinense, de nombre Mario que aparentaba unos 55 años y hasta menos, pero me quedo en los 55 para no exagerar la nota.
Nunca supe lo que Mario hacía, no supe si tenía familia ni dónde vivía en la Isla. Sólo sabía que era muy buen conversador y uno nunca se quedaba sin tema cuando Mario aparecía.
Los demás amigos tampoco sabían mucho, alguien me dijo una vez que Mario Había sido campeón nacional de billar, pero no me precisó fecha. Tal dato no fue desmentido por Mario, pero la fecha de su galardón tampoco se pudo precisar en conversación con el campeón. La verdad, su tranquilidad y despreocupación de los acontecimientos por venir eran características que coinciden plenamente con un campeón de billar.
Después de mi matrimonio ocurrido en abril de aquel año, yo seguí con la misma costumbre matinal, de tal manera que conservé los amigos de tinto hasta venirme de la isla en noviembre.
La buena conversación de Mario fue juntando fechas en mi cerebro matemático pues en sus anécdotas de pronto iban apareciendo contextos históricos que involuntaria e inocentemente se le iban escapando a Mario en sus discursos.
Tales contextos me fueron situando la infancia de Mario en los últimos años de la primera década del siglo; la Primera Guerra Mundial, en la plenitud de su adolescencia, y la madurez completa, al finalizar la década del 20. Podría asegurar que su campeonato de billar, fecha de la que más se cuidaba, podría haber ocurrido en los primeros años de la década del 30.
Un día, cuando ya tenía muchos elementos para estar seguro, le dije a Mario:
—Mario, vos tenés 70 años.
Fue el único día que vi a Mario bravo, bravo no es palabra, furioso. Me recriminó sobremanera que yo pensara que él fuera un viejo decrépito, según sus propias palabras, y a partir de aquel día me esquivó la conversación sin retirarme la palabra ni el saludo.
Como ya dije, a finales de noviembre abandoné la Isla y me vine a trabajar a Medellín. Nunca más he vuelto a ella.
Un día de 1974 salía yo del parque de Berrío de Medellín por la esquina nororiental tomando la calle Boyacá hacia el oriente, y me encontré con Mario que caminaba en la misma dirección.
—Quiubo, Mario, ¿cómo estás?
—Muy bien, hombre, ¿y tú?
—Bien, Mario, dándole al trabajo. ¿pa dónde vas?
—Pa la Clínica Soma a una consulta.
—Ah, pues yo te acompaño hasta allá. Yo voy dos cuadras más arriba.
Para los que no conocen a Medellín, aclaro que en la dirección en la que caminábamos por la calle Boyacá, al terminar la cuadra se encuentra uno con la carrera Junín y de ahí a la clínica Soma se sigue por la acera sur de la avenida La Playa y se encuentra primero, a unos treinta metros de Junín, con el pasaje La Bastilla, una carrera que sólo tiene dirección hacia el sur, otros treinta metros adelante está la carrera Sucre que atraviesa la avenida La Playa y otros cincuenta metros adelante, la avenida Jorge Eliécer Gaitán o avenida Oriental, cruzando la cual está la Clínica Soma en la esquina suroriental del cruce. No es necesario, entonces, que una persona que de la calle Boyacá se dirija hacia La clínica mencionada, tome la acera norte de la Playa, por la sur llega con facilidad.
Donde arranca el pasaje La Bastilla solían reunirse por aquellos días varios señores de aspecto senil, aunque con suficientes fuerzas para llegar al lugar por sus propios medios y regresar a sus casas después de una larga conversación matinal con sus coetáneos. Recuerdo que hasta parqueaban en el sitio un taxi modelo 48 que les hacía juego.
Cuando Mario y yo atravesamos Junín, él me indicó que nos pasáramos hacia la acera norte —donde está el edificio Coltejer— y nos fuéramos por allí hasta la avenida Oriental. Casi a empellones me hizo cruzar la avenida sin darme tiempo para conjeturas.
Una vez en la acera norte, le pregunté por la causa de su apuro.
—Mirá que entre esos viejitos del pasaje La Bastilla –me dijo– hay unos compañeros míos de bachillerato y a mí me da pena que me vean con ellos.
Yo miré a Mario a los ojos y le dije:
–Mario, como a nadie le dan el cartón de bachiller recién nacido y menos antes de nacer, ¿Por qué te enojaste conmigo en San Andrés cuando pude adivinar tu edad?
No recuerdo la respuesta de Mario, pero no se enojó conmigo esa vez. Él mismo había caído en la propia red en la que quería envolverse. Llegamos a la avenida Oriental, la cruzamos, luego cruzamos la avenida La Playa hacia el sur y llegamos a la clínica adonde él entró seguramente a una cita gerontológica.
Nunca he vuelto a ver a Mario desde entonces, y probablemente nunca lo volveré a ver. Aunque uno nunca sabe, por improbable que sea, si me lo vuelvo a encontrar me cuidaré de recordarle que ya tiene 106 años.
—Mario, vos tenés 70 años.
Fue el único día que vi a Mario bravo, bravo no es palabra, furioso. Me recriminó sobremanera que yo pensara que él fuera un viejo decrépito, según sus propias palabras, y a partir de aquel día me esquivó la conversación sin retirarme la palabra ni el saludo.
Como ya dije, a finales de noviembre abandoné la Isla y me vine a trabajar a Medellín. Nunca más he vuelto a ella.
Un día de 1974 salía yo del parque de Berrío de Medellín por la esquina nororiental tomando la calle Boyacá hacia el oriente, y me encontré con Mario que caminaba en la misma dirección.
—Quiubo, Mario, ¿cómo estás?
—Muy bien, hombre, ¿y tú?
—Bien, Mario, dándole al trabajo. ¿pa dónde vas?
—Pa la Clínica Soma a una consulta.
—Ah, pues yo te acompaño hasta allá. Yo voy dos cuadras más arriba.
Para los que no conocen a Medellín, aclaro que en la dirección en la que caminábamos por la calle Boyacá, al terminar la cuadra se encuentra uno con la carrera Junín y de ahí a la clínica Soma se sigue por la acera sur de la avenida La Playa y se encuentra primero, a unos treinta metros de Junín, con el pasaje La Bastilla, una carrera que sólo tiene dirección hacia el sur, otros treinta metros adelante está la carrera Sucre que atraviesa la avenida La Playa y otros cincuenta metros adelante, la avenida Jorge Eliécer Gaitán o avenida Oriental, cruzando la cual está la Clínica Soma en la esquina suroriental del cruce. No es necesario, entonces, que una persona que de la calle Boyacá se dirija hacia La clínica mencionada, tome la acera norte de la Playa, por la sur llega con facilidad.
Donde arranca el pasaje La Bastilla solían reunirse por aquellos días varios señores de aspecto senil, aunque con suficientes fuerzas para llegar al lugar por sus propios medios y regresar a sus casas después de una larga conversación matinal con sus coetáneos. Recuerdo que hasta parqueaban en el sitio un taxi modelo 48 que les hacía juego.
Cuando Mario y yo atravesamos Junín, él me indicó que nos pasáramos hacia la acera norte —donde está el edificio Coltejer— y nos fuéramos por allí hasta la avenida Oriental. Casi a empellones me hizo cruzar la avenida sin darme tiempo para conjeturas.
Una vez en la acera norte, le pregunté por la causa de su apuro.
—Mirá que entre esos viejitos del pasaje La Bastilla –me dijo– hay unos compañeros míos de bachillerato y a mí me da pena que me vean con ellos.
Yo miré a Mario a los ojos y le dije:
–Mario, como a nadie le dan el cartón de bachiller recién nacido y menos antes de nacer, ¿Por qué te enojaste conmigo en San Andrés cuando pude adivinar tu edad?
No recuerdo la respuesta de Mario, pero no se enojó conmigo esa vez. Él mismo había caído en la propia red en la que quería envolverse. Llegamos a la avenida Oriental, la cruzamos, luego cruzamos la avenida La Playa hacia el sur y llegamos a la clínica adonde él entró seguramente a una cita gerontológica.
Nunca he vuelto a ver a Mario desde entonces, y probablemente nunca lo volveré a ver. Aunque uno nunca sabe, por improbable que sea, si me lo vuelvo a encontrar me cuidaré de recordarle que ya tiene 106 años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario