Era el año de 1994, estaba de jefe de zona de la Empresa Antioqueña de Energía, EADE, en Tarazá y entre los municipios que debía atender estaba Zaragoza.
Un día mi jefe me ordenó que me presentara en el Batallón de Zaragoza al mando del coronel Briceño para una inspección del sistema eléctrico y un diagnóstico sobre lo necesario para la mejora del mismo.
Eran las 10 a. m. cuando me presenté en la institución acompañado del chofer asignado al jefe de Zona, Rafael, y de Schnéider, el auxiliar de servicios de Zaragoza, y pregunté por el coronel Briceño.
Me hicieron pasar a una oficina muy sobria en la que me esperaba una persona amable.
–Coronel, buenos días –saludé–. Vengo de parte de EADE, soy Gabriel Escobar Gaviria –mis dos apellidos todavía arrancaban alguna sonrisa a soldados y policías.
–Ah mucho gusto, ya sé de qué se trata –me invitó a que me sentara y ordenó a un soldado que permanecía cerca de su puerta que le dijera al mayor Jaramillo que se hiciera presente.
Momentos después se presentó un oficial, hizo el saludo militar al coronel y espero a que éste hiciera la presentación del civil que permanecía sentado.
–Él es el ingeniero que envió EADE, para hacer el diagnóstico.
–Mucho gusto, mayor, –le dije a la vez que me levanté de mi asiento para darle la mano.
Hice el recorrido que duró cerca de una hora en compañía del mayor analizando los sitios neurálgicos y haciendo anotaciones en mi cuaderno académico.
Cundo terminamos me volví a presentar en la oficina de Comando:
–Coronel, ya terminé, le pasaré el informe a mi jefe para que le escriba una carta con lo que hay que hacer. Muchas gracias por su atención.
–Usted todavía no se puede ir –me dijo al momento que un soldado entraba con un uniforme camuflado en los brazos, unas botas nuevas y un galil y puso todo eso en un escritorio auxiliar.
Aunque todavía faltaba una hora para el almuerzo, pensé que el hombre me invitaría a almorzar y que esa hora me retrasaría muchas cosas.
–Coronel, debo irme, no se moleste por mí.
–Usted no se puede ir me repitió porque de mi batallón no sale nadie que no haya prestado servicio militar. Póngase ese uniforme y esas botas. Bien pueda pase al baño para que se cambie.
–Yo no sabía hasta dónde iría a llevar este coronel ese juego, pero obedecí. El camuflado era a mi medida, las botas eran mi talla. No me sentí mal con ese atuendo.
Cuando salí del baño, hizo su aparición en la oficina otro soldado al que se dirigió con el grado de sargento.
Sargento González, lleve al soldado Escobar a hacer polígono, mientras viene el fotógrafo a quien mandé llamar.
–Como ordene, mi coronel.
Al mencionar un fotógrafo, me di cuenta de que no era el primero ni sería el último en caer en las manos del coro Briceño (como me contó que alguien le decía).
Efectivamente, el sargento me ordenó tomar el galil, me enseñó a ponérmelo y me hizo ir hasta el sitio del polígono trotando y cantando estribillos que estaban de moda en esa época. Schnéider y Rafael me miraron entre extrañados y preocupados al verme salir disfrazado de soldado de la Patria y me siguieron. Habiendo llegado al sitio me estrenó con 30 flexiones, o velitas que llamamos, de provecho para mis 48 años de aquel entonces y mis 87 kilos de grasa.
Después de las velitas, el sargento me ordenó tomar el galil y me enseñó a introducirle las balas. Una vez cargado, me mostró las dianas y me ordenó dispararle a la que tenía en frente. Se oyeron un disparo y mi grito cuando mi trasero dio en tierra entre las carcajadas del sargento y de mis acompañantes. Los tres a una querían explicarme cómo pararme para que la ley de reacción no se aprovechara de mi humanidad.
Después de tres o cuatro disparos ninguno de los cuales había encontrado diana alguna, Rafael le pidió autorización al sargento para disparar
–Mi primero –le dijo–, yo presté servicio militar en el Batallón Guardia Presidencial, segundo contingente de 1981. Y le pido autorización para disparar.
El sargento no tuvo inconveniente en darle mi galil que hasta el momento no había cumplido su deber.
Cargó, apuntó, disparó y en toda la mitad del medio. Con esa puntería creo que el presidente Turbay agradecía tenerlo a su favor.
Luego Schnéider (ése eras su apellido, como descendiente de algún europeo que llegó a las minas de la región) pidió su turno y también fue excelente su puntería.
Apareció el fotógrafo y el sargento dispuso las fotos: en una salí con él, en otra con el ex batallón Guardia presidencial y con el auxiliar Schneider, en otra sólo. El fotógrafo terminó su labor y se fue. El sargento me indicó que podía dirigirme a la oficina del coronel y ponerme mi ropa.
Cuando volví a ser civil, me despedí del coronel no sin antes preguntarle:
–Dígame, coronel, ¿Cómo supo usted que yo no había prestado servicio?
–Fueron dos pequeños detalles: usted llegó aquí preguntando por el coronel Briceño y cuando yo me presenté usted me saludó “Buenos días, coronel” y su trato hacia mí siempre fue de coronel, como se dice doctor como se dice ingeniero. Si usted hubiera pagado servicio hubiera preguntado por mi coronel Briceño y su trato hacia mí habría sido de mi coronel.
Cuando el mayor Jaramillo entró usted permaneció sentado hasta el momento de la presentación; si hubiera pagado servicio se habría parado al momento de que el mayor entró y habría esperado que le hubiera indicado que se sentara de nuevo; y usted lo habría tratado como mi mayor y no como lo hizo. Como prueba estuvo su polígono comparado con el soldado del Batallón Guardia Presidencial y con el del otro subalterno.
–Gracias, mi coronel.
Cuando salí de la oficina de mi coronel me encontré con mi mayor Jaramillo de quien me despedí, agradecí la compañía y a quien prometí el informe. Luego busque a mi primero González para agradecerle sus instrucciones.
No me ha llegado mi tarjeta de reservista ni mi ascenso a teniente como corresponde a todo profesional que presta servicio.
Un día mi jefe me ordenó que me presentara en el Batallón de Zaragoza al mando del coronel Briceño para una inspección del sistema eléctrico y un diagnóstico sobre lo necesario para la mejora del mismo.
Eran las 10 a. m. cuando me presenté en la institución acompañado del chofer asignado al jefe de Zona, Rafael, y de Schnéider, el auxiliar de servicios de Zaragoza, y pregunté por el coronel Briceño.
Me hicieron pasar a una oficina muy sobria en la que me esperaba una persona amable.
–Coronel, buenos días –saludé–. Vengo de parte de EADE, soy Gabriel Escobar Gaviria –mis dos apellidos todavía arrancaban alguna sonrisa a soldados y policías.
–Ah mucho gusto, ya sé de qué se trata –me invitó a que me sentara y ordenó a un soldado que permanecía cerca de su puerta que le dijera al mayor Jaramillo que se hiciera presente.
Momentos después se presentó un oficial, hizo el saludo militar al coronel y espero a que éste hiciera la presentación del civil que permanecía sentado.
–Él es el ingeniero que envió EADE, para hacer el diagnóstico.
–Mucho gusto, mayor, –le dije a la vez que me levanté de mi asiento para darle la mano.
Hice el recorrido que duró cerca de una hora en compañía del mayor analizando los sitios neurálgicos y haciendo anotaciones en mi cuaderno académico.
Cundo terminamos me volví a presentar en la oficina de Comando:
–Coronel, ya terminé, le pasaré el informe a mi jefe para que le escriba una carta con lo que hay que hacer. Muchas gracias por su atención.
–Usted todavía no se puede ir –me dijo al momento que un soldado entraba con un uniforme camuflado en los brazos, unas botas nuevas y un galil y puso todo eso en un escritorio auxiliar.
Aunque todavía faltaba una hora para el almuerzo, pensé que el hombre me invitaría a almorzar y que esa hora me retrasaría muchas cosas.
–Coronel, debo irme, no se moleste por mí.
–Usted no se puede ir me repitió porque de mi batallón no sale nadie que no haya prestado servicio militar. Póngase ese uniforme y esas botas. Bien pueda pase al baño para que se cambie.
–Yo no sabía hasta dónde iría a llevar este coronel ese juego, pero obedecí. El camuflado era a mi medida, las botas eran mi talla. No me sentí mal con ese atuendo.
Cuando salí del baño, hizo su aparición en la oficina otro soldado al que se dirigió con el grado de sargento.
Sargento González, lleve al soldado Escobar a hacer polígono, mientras viene el fotógrafo a quien mandé llamar.
–Como ordene, mi coronel.
Al mencionar un fotógrafo, me di cuenta de que no era el primero ni sería el último en caer en las manos del coro Briceño (como me contó que alguien le decía).
Efectivamente, el sargento me ordenó tomar el galil, me enseñó a ponérmelo y me hizo ir hasta el sitio del polígono trotando y cantando estribillos que estaban de moda en esa época. Schnéider y Rafael me miraron entre extrañados y preocupados al verme salir disfrazado de soldado de la Patria y me siguieron. Habiendo llegado al sitio me estrenó con 30 flexiones, o velitas que llamamos, de provecho para mis 48 años de aquel entonces y mis 87 kilos de grasa.
Después de las velitas, el sargento me ordenó tomar el galil y me enseñó a introducirle las balas. Una vez cargado, me mostró las dianas y me ordenó dispararle a la que tenía en frente. Se oyeron un disparo y mi grito cuando mi trasero dio en tierra entre las carcajadas del sargento y de mis acompañantes. Los tres a una querían explicarme cómo pararme para que la ley de reacción no se aprovechara de mi humanidad.
Después de tres o cuatro disparos ninguno de los cuales había encontrado diana alguna, Rafael le pidió autorización al sargento para disparar
–Mi primero –le dijo–, yo presté servicio militar en el Batallón Guardia Presidencial, segundo contingente de 1981. Y le pido autorización para disparar.
El sargento no tuvo inconveniente en darle mi galil que hasta el momento no había cumplido su deber.
Cargó, apuntó, disparó y en toda la mitad del medio. Con esa puntería creo que el presidente Turbay agradecía tenerlo a su favor.
Luego Schnéider (ése eras su apellido, como descendiente de algún europeo que llegó a las minas de la región) pidió su turno y también fue excelente su puntería.
Apareció el fotógrafo y el sargento dispuso las fotos: en una salí con él, en otra con el ex batallón Guardia presidencial y con el auxiliar Schneider, en otra sólo. El fotógrafo terminó su labor y se fue. El sargento me indicó que podía dirigirme a la oficina del coronel y ponerme mi ropa.
Cuando volví a ser civil, me despedí del coronel no sin antes preguntarle:
–Dígame, coronel, ¿Cómo supo usted que yo no había prestado servicio?
–Fueron dos pequeños detalles: usted llegó aquí preguntando por el coronel Briceño y cuando yo me presenté usted me saludó “Buenos días, coronel” y su trato hacia mí siempre fue de coronel, como se dice doctor como se dice ingeniero. Si usted hubiera pagado servicio hubiera preguntado por mi coronel Briceño y su trato hacia mí habría sido de mi coronel.
Cuando el mayor Jaramillo entró usted permaneció sentado hasta el momento de la presentación; si hubiera pagado servicio se habría parado al momento de que el mayor entró y habría esperado que le hubiera indicado que se sentara de nuevo; y usted lo habría tratado como mi mayor y no como lo hizo. Como prueba estuvo su polígono comparado con el soldado del Batallón Guardia Presidencial y con el del otro subalterno.
–Gracias, mi coronel.
Cuando salí de la oficina de mi coronel me encontré con mi mayor Jaramillo de quien me despedí, agradecí la compañía y a quien prometí el informe. Luego busque a mi primero González para agradecerle sus instrucciones.
No me ha llegado mi tarjeta de reservista ni mi ascenso a teniente como corresponde a todo profesional que presta servicio.
2 comentarios:
Mi “soldado” Escobar:
Cuando usted, en esta anécdota, comentó que sus dos apellidos todavía arrancaban alguna sonrisa a soldados y policías, me vino a la memoria otra que sucedió en una de sus visitas a Cali. ¿La recuerda?
Codirigía yo el programa Belisario por el mundo –en la Voz del Valle del circuito Todelar– y se me ocurrió improvisar acerca de esos apellidos:
—Doctor Escobar Gaviria, ¿ha tenido usted algún problema por ser portador de estos apellidos?
Y usted, con su particular buen humor, me siguió la corriente:
—Sí, don Óscar, y muy frecuentes. Cada rato, por ejemplo, me demoran en los aeropuertos mientras requisan mis maletas y revisan las bases de datos.
—¿Y qué ha hecho usted para contrarrestar esa paranoía de las autoridades?
—Me tocó ir a Roma, pedir audiencia con el papa y manifestarle que me quería cambiar los apellidos. Su santidad aceptó mi petición y me preguntó que cómo me quería llamar de ahora en adelante, y yo le dije que Gabriel… Rodríguez Orejuela.
Las risa y los comentarios de los que estábamos dentro de la cabina brotaron espontáneamente. Pero por poco no nos quitaron la licencia del programa, pues en ese entonces era gerente de Todelar una pariente de los hermanos Rodríguez Orejuela.
Buena anécdota militar.
Yo sí presté el año completo de servicio militar, pero todavía no me lo han devuelto.
Y todavía no he encontrado la razón de la expresión MI que para los militares expresa respeto y obediencia ¿de dónde la habrán sacado?
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