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miércoles, 14 de abril de 2010

Manuela, Angélica y Luisa

Eran algo más de las 5:30 de la tarde y me dirigía a una estación del metro para regresar a la casa desde el barrio Castilla de mi ciudad, en donde tengo dos obras pequeñas que hay que entregar antes del martes.
Debí pasar un puente sobre la autopista, y mientras lo hacía vino a mi memoria un cambio que se está presentando en mi vida y también pensé en un hermano que abandonó la Iglesia porque cree más en la teología de unos compañeros que ni terminaron la secundaria que en la de nuestros sacerdotes.
Terminé de pasar el puente y seguí a lo largo de una calle solitaria, aunque en un tramo corto antes de llegar al barrio Tricentenario.
Delante de mí iban tres adolescentes, mujeres las tres, casi unas niñas, me miraron y se devolvieron para encontrarse conmigo.
–Estas niñas –pensé– no tienen el pasaje para el metro y yo bien escaso para ayudarles.
Cuando llegué donde ellas estaban, una me dijo:
–Señor, ¿puede hablar un momento con nosotras?
–¿Sobre qué? –les pregunté
–Lo queremos evangelizar. ¿Usted tiene Fe? –me dijo la misma que me preguntó primero.
–¡Testigos de Jehová! –pensé– Creo en Dios padre todo poderoso, creador del Cielo y de la Tierra, y en Jesucristo su único Hijo, nuestro Señor… –recité en voz alta y una de ellas me ayudó en un momento en que el alzheimer me estaba haciendo quedar mal.
–Fe no es recitar el Credo me dijo la que me ayudó.
–Yo no les estoy diciendo que eso es tener fe, sino que si vamos a hablar de fe y de evangelio no quiero nada en contra de los artículos que acabo de recitar porque no tengo la más mínima intención de moverme de allí –les dije pensando aún que eran testigos, pues es la estrategia que empleo porque no vale la pena discutir con ellos pues primero mueren que ceder un milímetro.
–Nosotras también creemos lo mismo –dijo la que no había hablado aún.
–Nostras pertenecemos al grupo –dijo el nombre, pero ya lo olvidé– de la Parroquia de Nuestra Señora de la Valvanera, y ahora estamos evangelizando –dijo la que primero me habló.
La misma me definió fe y siguió con su discurso:
–Hay que mantener muy viva la Fe y hay que pedirle diariamente Señor para que nos ayude a mantener la Fe. Y recuerda: No te preguntes nunca por qué suceden las cosas, sino para qué suceden. El Señor tiene un fin para cada uno de los acontecimientos de tu vida y debes pedir mucho para conocer y llegar a ese fin. También debes pedir con mucha fe al Señor para que te ayude a salir de cualquier mal que desees salir, pero que no hayas podido tal como el alcoholismo, alguna droga, la masturbación o si frecuentas una mujer que no es la que el Señor te dio. Cualquier cosa que pidas con fe, Él te la va a conceder.
Y a esa joven le salían las palabras del corazón. Yo me fui llenando de la Gloria del Señor porque muchas veces le he pedido que haga volver la juventud a las iglesias, para que nos reciban a nosotros que ya estamos de salida, y ahí estaban esas tres niñas, cuyas edades sumadas apenas llegan a las tres cuartas partes de la mía, ¡predicándome¡ ¡Gloria al Señor!
Terminaron su exposición y yo estaba transportado, les hablé del grupo Cristo amigo, les dije que no había límite de edad en el grupo, y les conté de amor cristiano que se siente en nuestro grupo. Me comprometí a enviarles la invitación. Esa invitación no es obligación. El Señor que las tiene trabajando en la Parroquia de la Valvanera, sabrá si las necesita entre nosotros, para nuestra propia perfección y la de ellas mismas. Me dieron sus nombres que están en el título de este artículo y dos de ellas me dieron sus buzones electrónicos.
Me despedí de ellas y comencé el descenso por las calles del barrio Tricentenario hacia la estación del mismo nombre. Mis pies no tocaban el suelo, caminaba algo más de 50 centímetros sobre el piso, pues estaba seguro de que había sido escogido por el Señor para que me entregaran un mensaje. Volví mi vista atrás y ya no vi para dónde alzaron vuelo esos tres ángeles del Señor ni si ya habían elegido otra persona para entregar el mensaje. Feliz, el párroco de la Valvanera con tales ayudantas.
A la estación se llega, en este lado que es el suroccidental por un puente al final del cual hay una escalera que desciende hacia la entrada de la sala de tiquetes. Al final de la escalera había un hombre de unos 40 años de aspecto humilde, ataviado con ropa de trabajo; del hombro derecho colgaba una tula como esas en las que los trabajadores cargan alguna herramienta y el almuerzo; en forma de collar tenía una camándula (o rosario) de esas que fosforecen en la oscuridad. Desde que comencé el descenso percibí que me miraba y cuando pasé por su lado me dirigió la voz:
–Señor, si yo le pido que me regale un tiquete ¿usted me dará en la cara?
–Imposible –le dije–. De pronto usted da más duro. Pero cuénteme una cosa: ¿usted reza el rosario o esa camándula sólo es de adorno?
–A veces.
–¿Pero ese a veces es a veces o es por no dejarme con la palabra en la boca?
–Mire, señor –me dijo–, los católicos somos muy dejados –me llamó la atención que se incluyera en la crítica al haber usado la primera persona–. Unas veces rezamos y dizque nos arrepentimos y al día siguiente si se nos presenta una oportunidad pecamos y luego nos confesamos y volvemos a empezar. No somos auténticos, no abandonamos el pecado; en cambio, los que estudian la Biblia sí dejan sus imperfecciones: no fuman, no beben, no andan echando los perros (enamorando) a mujeres diferentes de sus esposas.
–Venga, hombre, yo lo invito a ese tiquete y si desea déjeme compartirle la experiencia que acabo de tener cuando venía hacia acá.
Es curioso que notara que su expresión aburrida de cuando me pidió que le diera en la cara se había cambiado por una jovial y sonriente. Compramos el tiquete y le pregunté si necesitaba para otro bus y me dijo que sí. Le di para el otro bus.
–Cuénteme pues lo que le pasó –me dijo.
–Venía yo en el puente de la autopista pensando en un cambio en mi vida y en un hermano que ya no quiere la Iglesia, cuando en la calle que va del puente al Tricentenario, tres niñas me esperaron… ¿Si ve, hermano, que los católicos también podemos pedirle al Señor la Perfección? ¿Si ve, hermano, que a los católicos también se nos puede quitar la pena de hablar de las cosas de Dios? ¿Si ve, hermano, que no necesitamos cambiar de religión para estudiar la Palabra de Dios y ser perfectos?
El hombre se veía encantado con la anécdota y dijo que yo lo animaba a trabajar por las cosas del Señor. Se bajó en la estación Caribe que es la que sigue a la Tricentenario, muy corto su viaje. Cuando salía del vagón le señalé la camándula y le dije:
–Rece una decena al menos (casa, decimos aquí) por la paz de Colombia.
–Lo haré me dijo mientras adornaba su rostro de trabajador con una sonrisa.
¡El Señor tiene sus formas de verificar si se recibió un mensaje!
Medellín, febrero de 2007.

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