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jueves, 17 de febrero de 2011

Vista de lince 123


Y de las matemáticas ¿qué?

Varias veces he visto circular en internet un correo en el que se hace la diferencia de enseñanza y de evaluación de las matemáticas de primaria desde la década del 50 del siglo pasado hasta nuestros días. Es verdaderamente preocupante porque encontrar personas «tapadas» para las matemáticas ya no es sólo culpa del individuo, sino también del enseñanza que ha recibido.
Hace algunos días leí en alguna parte una anécdota matemática que voy a referir, con el ánimo de recibir anécdotas semejantes a ésta y a otras dos que contaré, y coleccionarlas aquí para que los maestros de primaria se pellizquen y digan: «¿Qué nos pasa?».
Mi olvidado protagonista había entrado a un almacén de cadena (llamados a sí porque lo encadenan a uno con esos cuentos dizque de menores precios o de darle no sé cuántos puntos, convertibles en mercancías, etc.). Nuestro hombre recogió algunas cosas de poca monta que necesitaba en la casa. Le tocó el turno de la registradora y la empleada, después de pasar cada artículo por la lectora de barras, le anunció que debía pagar $15.700 (pesos colombianos). El comprador le entregó un billete de $20.000 y siguió buscando dinero en sus bolsillos hasta que de alguno sacó $700 en monedas que los entregó a la dependiente y le dijo:
–Para que me devuelva un billete de $5.000.
La joven cajera palideció como si le hubieran hecho la propuesta más
indecente de su vida y atinó a decir:
–Pero aquí dice que debo entregarle $4.300.
–Por eso le entrego $700 para que pueda devolverme $5.000.
–Mientras el comprador trataba de explicarle, ella más se angustiaba como si la estuvieran atracando.
Su cerebro como que no pudo con esa sobrecarga y llamó al supervisor:
–Mire, aquí dice que debo darle $4.300 y él me dice que son $5.000
El supervisor miró al cliente como preguntándole la razón de su exigencia.
El comprador explicó que la cuenta era de $15.700 y él había entregado un billete de $20.000 y $700 en monedas. La dependiente asintió que eso había recibido. El supervisor, muy pacientemente, le hizo borrar la transacción y repetirla. La suma dio, como antes, 15.700.
–Ahora ingrese que entregó $20.700
Así lo hizo y una sonrisa dibujó en el rostro cuando leyó que debía entregar $5.000.
A esta joven le habría economizado este mal momento un buen profesor de Matemáticas durante la educación básica primaria.
Esta anécdota, parece inverosímil, pero lo es más la última que contaré. Ahora voy a contar Una suma selectiva:
Eran finales de 1983. Nos encontrábamos varios trabajadores de Empresas Departamentales de Antioquia (hoy Edatel) departiendo en una cafetería cerca de la central telefónica en el municipio de La Ceja, Antioquia.
Entró al lugar un niño de unos ocho años, se acercó a nuestra mesa y nos pidió limosna.
–Y vos, ¿por qué estás pidiendo limosna en vez de estar en la escuela estudiando? –preguntó alguno de nosotros,
–Porque somos muy pobres y mi papá no me ha podido dar escuela –fue su respuesta.
–Te vas a quedar bruto –arguyó otro de nosotros.
–Pues sí. Yo, por ejemplo, no sé leer, no sé sumar, no sé restar, pero mis amiguitos sí –nos dijo entre sollozos, mientras algunos tuvimos que sacar pañuelo para acompañarlo en su dolor.
Alguno de nosotros le tendió una trampa a ver si caía en ella:
–¿Cuántos son cuatro más cinco?
–No, yo no sé sumar –se sostuvo el cachifo.
–Si tenés cuatro naranjas y te regalan otras cinco naranjas ¿con cuantas naranjas quedás?
–No, yo no sé sumar.
Ya con ese examen pues abrió nuestros sentimentales corazones y empezamos a darle dinero.
Alguien le extendió una moneda de peso y él niño dijo:
–Uno
–otro le dio una moneda de dos pesos y él dijo:
–Tres
Después la de cinco, y él dijo:
–Ocho
Y así hasta que iba en 17 pesos.
Alguien le cogió las monedas de la mano y extendió sobre la mesa varias combinaciones de monedas y el muchacho decía el valor exacto de cada combinación, pero si cambiábamos los pesos por vacas, caballos, aviones, carros o lo que fuera su respuesta era.
–No, yo no sé sumar.
–Empezando a sospechar que estábamos ante un hábil estafadorcito, le devolvimos las monedas de nuestra bondad y lo dejamos ir.
El niño siguió hasta el fondo del local donde había varias mesas destinadas al juego de cartas entre adultos. El muchacho llegó hasta uno de los adultos de una de las mesas y le entregó las monedas que había conseguido con nosotros. El tahúr las puso en su montón y siguió jugando mientras el niño salía del local. Al pasar por donde estábamos sus bienhechores, que ya presentíamos las orejas de burro que nos habían puesto, le preguntamos:
–Vení, pendejito, y decinos por qué le entregaste la plata a ese señor.
–Porque es mi papá...
–¿Y te manda a conseguir plata pa él jugar? Largate que no te vamos a volver a dar plata nunca más. Y así lo hicimos.
Por último, la prometida:
Era el año de 2006, un día en las horas de la noche me encontraba en un café internet del barrio Fátima en Medellín. A las 9:40 p. m. salió el penúltimo cliente y la joven administradora (unos 20 años) me recordó que el horario era hasta las 10:00 p. m. Le dije que perdiera cuidado que a esa hora le entregaría. Como estaba yo de último, ella aprovechó para ir arreglando el local y dejarlo organizado para el siguiente día. Yo también fui cerrando lo que ya no necesitaba y cuando el reloj del local rayó las 10:00 p. m. me levante del asiento, dejé la pantalla limpia para que ella apagara y le pregunté cuánto debía.
–Dos mil pesos, me dijo.
Saqué un billete de $10.000 y me excusé por no tener dinero más sencillo.
Encima del escritorio tenía el bolso de sus pertenecías, de él sacó un llavero, eligió una llave y abrió un cajón del escritorio. Yo pensé que del cajón extraería el dinero para devolver. No. Sacó una calculadora manual, tecleó «10.000 – 2.000», miró el resultado, guardó la calculadora en el cajón que cerró con llave y guardó la llave en su bolso. Sacó del mismo bolso unos billetes de baja denominación, contó los ocho mil pesos y me los entregó. Yo todavía no salgo de mi asombro.



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