Mundo Moderno
Mundo a mi medida
Por Ángela Álvarez Vélez
Customización de calzado, por ejemplo. |
La personalización (los publicistas y los ingenieros de consumo lo llaman customización) del consumo es una cosa maravillosa. Uno puede escoger qué tipos de noticias le llegan al correo electrónico y qué clases de programas de televisión aparecen en el menú de la tele. Uno le puede poner timbres y alarmas a los teléfonos y demás dispositivos para uno saber cuándo contestar o no. Incluso en Japón hay máquinas expendedoras de cajetillas de cigarrillos que permiten diseñar los paquetes con opciones de colores y estampados.
Así por encimita parecería que estamos logrando el mundo perfecto, pero me preocupa que tanta dicha venga con un precio. Recientemente se ha empezado a hablar de la “distopia de la información”, es decir, una utopia perversa en donde la realidad es el opuesto del ideal. En el caso de la información se refiere a que el tener acceso únicamente a cosas que nos gustan tiene dos efectos adversos: el primero es una sensación errada de que el mundo entero está de acuerdo conmigo; y el segundo impide que nos topemos con cosas que no nos gustan, que nos hagan pensar, que nos hagan cambiar de opinión o que nos ofrezcan la oportunidad de crecer y madurar. Obvio que a todos nos gusta tener la razón y la idea de un mundo hecho sólo de cosas que me gustan a mí es más sexy que Angelina Jolie cubierta de Nutella, pero igual que la imagen anterior, es una ilusión inasequiblemente cruel, y lo peor de todo, es una ilusión creada por logaritmos.
Me refiero a que los computadores toman decisiones basados en patrones de comportamiento, y si bien los logaritmos que lo hacen posible son admirables y complejos y supongo que tomaron años en lograrse, no son perfectos. De allí que el filtro de mi correo electrónico piense que los mensajes del Museo de Arte son basura pero que leer el aviso del producto que promete alargar mi pene es un urgente. Igualmente, ofertas de trabajo y fotos de mi sobrino han ido a dar al “spam” mientras que aparecen resaltados los mensajes de la lotería irlandesa, la carta del señor Abumandalí de Senegal en el que me jura que es un hombre de negocios honesto con una propuesta legítima que me hará millonaria si tan sólo le envío unos datos personales como mi número de pasaporte, las claves de mis cuentas bancarias y mi huella y firma escaneadas.
Cosas como esta me hacen dudar de la sabiduría de las máquinas y lo sensato que sería dejar que ellas tomen decisiones por mí. Al fin y al cabo, si le creemos a Google, soy un hombre acomplejado y calvo con una preferencia inquietante por las asiáticas y los gatos, que ama las fotos de animales en situaciones absurdas y cree firmemente en el tarot azteca, el correo de la suerte y que Bill Gates de verdad le quiere regalar un computador si tan solo reenvía este mensaje a 2.000 de sus amigos más cercanos. Y ¿quién quiere vivir en el mundo perfecto de alguien así?
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