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lunes, 13 de octubre de 2008

La columna de Angelita

Mundo moderno

Valor agregado

Estuve almorzando con un amigo esta semana y luego de agotar los tópicos de rigor –la rerreelección, Yidis, el calentamiento global y Yom Kippur– terminamos en el tema de los excesos.
Todo empezó por los teléfonos celulares. Las típicas preguntas de qué tiene el tuyo y qué hace el mío nos condujeron a qué tanto usa, y, por tanto, necesita uno que haga el dichoso aparato. Concluimos que aparte de la capacidad de enviar y de recibir llamadas y mensajes de texto, lo demás sobra. Nadie necesita una cámara digital en el celular, ni tampoco es indispensable que tenga radio que se le suba o baje el volumen en sincronía con la mano. Todo eso es simpático, pero no mejora el desempeño del teléfono como..., bueno, como teléfono. Es decir, no hace que sea mejor en aquello que es su función primordial.
Esta idea me acompañó hasta mi casa y empecé a tratar de identificar el equivalente en gallos al Principio de la Incompetencia de Peter (que establece que en toda jerarquía laboral, los empleados ascienden hasta llegar a su nivel de incompetencia, es decir, que llega un momento en el que más no es mejor: sólo es más). Busqué el celular más costoso del mundo y me topé con el modelo LeMillion de la empresa suiza Goldvish, que figura en el Libro Guiness como el teléfono más caro del mundo. Vale $1,2 millones de dólares. Y ¿qué hace uno si se le cae al inodoro, como ha sido el destino de tantos de mis propios celulares? Me darían 1,2 millones de infartos. Aún con el dólar devaluado, sigue siendo un precio de 2,4 millardos de pesos. Sí, claro, está hecho de oro blanco e incrustado con 120 quilates de diamantes, pero se le cae la llamada y se le descarga la pila como a cualquier otro, ¿no? Es decir, por ese precio yo esperaría que me entre la señal hasta en la Luna y que además venga con el número de Dios pregrabado en la memoria.
Mi curiosidad aumentó exponencialmente y seguí con el tema de cosas extravagantes. Me topé con la cuchilla de afeitar más cara del mundo. Se trata de la Cuchilla Damascena de la empresa francesa Hommage que cuesta 60 millones de pesos. En serio. No será la típica Gillette, pero les garantizo una cosa, a la esposa del dueño de una Damascena se le acaba el matrimonio si se llega a afeitar las piernas con la dichosa barbera.
Entusiasmada, seguí buscando, pero no encontré nada colombiano en la lista de las cosas absurdamente costosas, así que creo que hay una oportunidad para innovar aquí. Por eso, propongo los siguientes productos engallados:
Chiva con chasis en oro blanco, rines con diamantes y timón forrado en piel de visón: tres millardos de pesos.
Empanadas rellenas de carne de cordero eslovaco y ballena japonesa, fritas en aceite de oliva extra virgen: dos millones de pesos cada una.
Réplica de la peluca del Pibe elaborada con cadejos de John Lennon y María Antonieta (cuyos respectivos residuos capilares se vendieron por una suma conjunta de 22 millones de pesos): 25 millones de pesos.
Saco de Café de Colombia, cada grano recubierto de oro de 24 quilates con una estatuilla en tamaño real de Juan Valdez y Conchita en cera, hecha por los artesanos del Museo de Cera de Madame Tussaud: 1000 millones de pesos.
Natilla especial rellena de macadamias, cubierta con jalea de cereza japonesa y servida con helado de azafrán: un millón de pesos
Ahí tienen. Después no digan que esta columna no está llena de buenas ideas comerciales.
Ángela Álvarez V.
angela_alvarez_v@yahoo.com

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