El frustrado viaje a París
Los hechos que voy a narrar ocurrieron en el año de 1994. Yo trabajaba como técnico en EPM, en la recientemente creada Gerencia de Distribución de Energía. Mi nuevo jefe, el gerente de Distribución, era una persona muy inteligente, muy buen técnico, pero algo distraído. Lo llamaré Darío.
Pues bien, la gerencia general de EPM decidió enviarnos a mi jefe Darío y a mí a un curso en la ciudad de Nueva Orleáns, Estados Unidos. El vuelo para ir de Medellín a Nueva Orleáns hacía escala en Miami, donde debíamos cambiar de aerolínea y lógicamente de avión. Llegamos al aeropuerto de Miami y nos registramos en el mostrador de la nueva aerolínea, que nos llevaría al destino final. Si no recuerdo mal, nuestra aerolínea era American Airlines.
Nos dirigimos entonces, ya con nuestro pasabordo en la mano, hacia la puerta que nos habían asignado para abordar el vuelo y nos sentamos en la sala de espera. Era casi hora de comida, alrededor de las 7:00 p. m., y teníamos bastante hambre. De pronto, alcanzamos a divisar cerca a la sala de espera, como a unos 10 metros, una pequeña cafetería que nos llamó la atención para comer algo mientras nos llamaban para abordar el avión.
Nos sentamos en la cafetería y pedimos que nos prepararan dos perros calientes, acompañados con cerveza. Como mi jefe Darío estaba tan entusiasmado con su nuevo puesto de gerente, comenzó a explicarme con detalle, utilizando las servilletas de la mesa, cómo pensaba organizar la nueva gerencia. Nos devoramos los perros, acompañados con la cerveza, y procedimos a pedir una nueva tanda. Después otra cerveza, y otra, y otra, no me acuerdo cuántas, todo esto mientras dizque diseñábamos las estrategias para la nueva dependencia en la que iríamos a trabajar.
No volvimos a mirar nuestros relojes ni la sala de espera. No sé cuánto tiempo había transcurrido, cuando a mí me dio por echar una ojeada hacia la sala de espera y con sorpresa, y casi terror, vi que estaba casi vacía. Entonces le dije a Darío:
–¡Mirá, nos dejó el avión, ya no hay nadie en la sala de espera!
No sé cómo, pagamos la cuenta y nos dirigimos corriendo hacia el mostrador de abordaje de la sala de espera y le preguntamos por nuestro vuelo a una niña que estaba allí y que hablaba sólo inglés. Ella nos respondió que a ese vuelo lo habían cambiado de sala y que debíamos dirigirnos a la nueva sala de espera que quedaba en el otro extremo del aeropuerto. Además, nos advirtió que nos apresuráramos, pues ya estaban abordando. Como pudimos, salimos trotando por todo el aeropuerto, con nuestro equipaje de mano colgando, a buscar la nueva sala de espera. Sobra decir que ya estábamos algo “prendidos”, fruto de las numerosas cervezas que habíamos tomado.
Cuando por fin encontramos la nueva sala (estábamos los dos asesando), vimos que, tal como nos había advertido la empleada, la gente ya estaba abordando el avión. Sólo quedaba una pequeña fila de unas cuatro personas. Nos hicimos en la cola, Darío primero y yo después, hasta que llegamos a la puerta del avión. Éramos los últimos pasajeros para abordar.
Darío entró al avión sin problema y, sin esperarme, se dirigió hacia la parte trasera del aparato. Cuando yo entregué mi pasabordo a un mono como de dos metros de altura, completamente gringo y bastante acuerpado. El mono me miró de pies a cabeza y me dice en inglés:
–Este puesto no existe en este avión.
Se refería al número de asiento que yo tenía asignado en el pasabordo. Yo le respondí que ése no era problema mío y que me lo habían asignado en el mostrador de la aerolínea. Yo era ya el último en abordar. El avión, supongo yo, estaba retrasado, pues en ese momento salió alguien de la cabina de pilotos a acosar al mono para que cerrara la puerta. El mono me seguía insistiendo en que yo no podía entrar al avión porque mi puesto no existía. El que salió de la cabina seguía acosando y, mientras tanto, Darío ya estaba adentro, yo no sabía dónde.
En medio del alegato y de la ofuscación, yo miraba hacia el interior del avión y me percataba de que era un avión gigantesco. De esos que tienen tres filas de asientos, dos a un lado, tres en la mitad y dos al otro. El avión, hasta donde yo alcanzaba a ver, estaba lleno. Yo pensaba: Nueva Orleáns debe ser una ciudad muy turística cuando mandan este avión tan grande y está lleno.
El gringo ya me tenía tomado del brazo y me jalaba hacia afuera, como si me quisiera sacar del avión, pero yo le hacía repulsa. De pronto, él se concentró en mi pasabordo, lo miró bien, y me dijo:
–Usted va para Nueva Orleáns y este es un vuelo para París.
Comprendí que nos habíamos equivocado de puerta.
En ese momento, el gringo ya estaba airado. Imagínense, un latino perdido, medio prendido, y retrasando la salida de un avión gigantesco en un vuelo hacia Europa. En ese momento se abrió la puerta de la cabina y apareció otro mono, aún más grande que el que me tenía cogido, yo pienso que era el piloto, o como mínimo el copiloto, y ya eran tres los que me empujaban hacia afuera de la nave. Yo también me enojé y les dije:
–Yo no me bajo sin mi amigo, que está allá adentro. Me tienen que dejar entrar a buscarlo.
Yo gritaba como un loco:
–¡My friend, my friend!
Al fin, viendo mi ofuscación y escuchando mis gritos, me soltaron y me dejaron entrar al avión.
Entré corriendo hacia la parte trasera del avión con los ojos volados y gritando:
–¡Darío, Darío!
Yo no sabía dónde estaba mi jefe sentado. Miraba para lado y lado y gritaba. Todos los pasajeros, ya acomodados, me miraban como si hubiese entrado un loco al avión. Casi en la cola del avión, me encuentro a mi jefe. Ya había guardado su maletín en el portaequipajes, se había quitado los zapatos y estaba leyendo una revista. Cuando lo localicé, le grité:
–¡Darío, este vuelo va es para París, estamos perdidos, nos tenemos que bajar!
Darío inmediatamente se puso los zapatos, sacó el maletín y nos bajamos. Nos sentamos a reírnos mucho rato y fuimos a buscar la verdadera puerta de nuestro vuelo que por fortuna estaba retrasado otras dos horas.
Víctor Manuel Uribe A.
Los hechos que voy a narrar ocurrieron en el año de 1994. Yo trabajaba como técnico en EPM, en la recientemente creada Gerencia de Distribución de Energía. Mi nuevo jefe, el gerente de Distribución, era una persona muy inteligente, muy buen técnico, pero algo distraído. Lo llamaré Darío.
Pues bien, la gerencia general de EPM decidió enviarnos a mi jefe Darío y a mí a un curso en la ciudad de Nueva Orleáns, Estados Unidos. El vuelo para ir de Medellín a Nueva Orleáns hacía escala en Miami, donde debíamos cambiar de aerolínea y lógicamente de avión. Llegamos al aeropuerto de Miami y nos registramos en el mostrador de la nueva aerolínea, que nos llevaría al destino final. Si no recuerdo mal, nuestra aerolínea era American Airlines.
Nos dirigimos entonces, ya con nuestro pasabordo en la mano, hacia la puerta que nos habían asignado para abordar el vuelo y nos sentamos en la sala de espera. Era casi hora de comida, alrededor de las 7:00 p. m., y teníamos bastante hambre. De pronto, alcanzamos a divisar cerca a la sala de espera, como a unos 10 metros, una pequeña cafetería que nos llamó la atención para comer algo mientras nos llamaban para abordar el avión.
Nos sentamos en la cafetería y pedimos que nos prepararan dos perros calientes, acompañados con cerveza. Como mi jefe Darío estaba tan entusiasmado con su nuevo puesto de gerente, comenzó a explicarme con detalle, utilizando las servilletas de la mesa, cómo pensaba organizar la nueva gerencia. Nos devoramos los perros, acompañados con la cerveza, y procedimos a pedir una nueva tanda. Después otra cerveza, y otra, y otra, no me acuerdo cuántas, todo esto mientras dizque diseñábamos las estrategias para la nueva dependencia en la que iríamos a trabajar.
No volvimos a mirar nuestros relojes ni la sala de espera. No sé cuánto tiempo había transcurrido, cuando a mí me dio por echar una ojeada hacia la sala de espera y con sorpresa, y casi terror, vi que estaba casi vacía. Entonces le dije a Darío:
–¡Mirá, nos dejó el avión, ya no hay nadie en la sala de espera!
No sé cómo, pagamos la cuenta y nos dirigimos corriendo hacia el mostrador de abordaje de la sala de espera y le preguntamos por nuestro vuelo a una niña que estaba allí y que hablaba sólo inglés. Ella nos respondió que a ese vuelo lo habían cambiado de sala y que debíamos dirigirnos a la nueva sala de espera que quedaba en el otro extremo del aeropuerto. Además, nos advirtió que nos apresuráramos, pues ya estaban abordando. Como pudimos, salimos trotando por todo el aeropuerto, con nuestro equipaje de mano colgando, a buscar la nueva sala de espera. Sobra decir que ya estábamos algo “prendidos”, fruto de las numerosas cervezas que habíamos tomado.
Cuando por fin encontramos la nueva sala (estábamos los dos asesando), vimos que, tal como nos había advertido la empleada, la gente ya estaba abordando el avión. Sólo quedaba una pequeña fila de unas cuatro personas. Nos hicimos en la cola, Darío primero y yo después, hasta que llegamos a la puerta del avión. Éramos los últimos pasajeros para abordar.
Darío entró al avión sin problema y, sin esperarme, se dirigió hacia la parte trasera del aparato. Cuando yo entregué mi pasabordo a un mono como de dos metros de altura, completamente gringo y bastante acuerpado. El mono me miró de pies a cabeza y me dice en inglés:
–Este puesto no existe en este avión.
Se refería al número de asiento que yo tenía asignado en el pasabordo. Yo le respondí que ése no era problema mío y que me lo habían asignado en el mostrador de la aerolínea. Yo era ya el último en abordar. El avión, supongo yo, estaba retrasado, pues en ese momento salió alguien de la cabina de pilotos a acosar al mono para que cerrara la puerta. El mono me seguía insistiendo en que yo no podía entrar al avión porque mi puesto no existía. El que salió de la cabina seguía acosando y, mientras tanto, Darío ya estaba adentro, yo no sabía dónde.
En medio del alegato y de la ofuscación, yo miraba hacia el interior del avión y me percataba de que era un avión gigantesco. De esos que tienen tres filas de asientos, dos a un lado, tres en la mitad y dos al otro. El avión, hasta donde yo alcanzaba a ver, estaba lleno. Yo pensaba: Nueva Orleáns debe ser una ciudad muy turística cuando mandan este avión tan grande y está lleno.
El gringo ya me tenía tomado del brazo y me jalaba hacia afuera, como si me quisiera sacar del avión, pero yo le hacía repulsa. De pronto, él se concentró en mi pasabordo, lo miró bien, y me dijo:
–Usted va para Nueva Orleáns y este es un vuelo para París.
Comprendí que nos habíamos equivocado de puerta.
En ese momento, el gringo ya estaba airado. Imagínense, un latino perdido, medio prendido, y retrasando la salida de un avión gigantesco en un vuelo hacia Europa. En ese momento se abrió la puerta de la cabina y apareció otro mono, aún más grande que el que me tenía cogido, yo pienso que era el piloto, o como mínimo el copiloto, y ya eran tres los que me empujaban hacia afuera de la nave. Yo también me enojé y les dije:
–Yo no me bajo sin mi amigo, que está allá adentro. Me tienen que dejar entrar a buscarlo.
Yo gritaba como un loco:
–¡My friend, my friend!
Al fin, viendo mi ofuscación y escuchando mis gritos, me soltaron y me dejaron entrar al avión.
Entré corriendo hacia la parte trasera del avión con los ojos volados y gritando:
–¡Darío, Darío!
Yo no sabía dónde estaba mi jefe sentado. Miraba para lado y lado y gritaba. Todos los pasajeros, ya acomodados, me miraban como si hubiese entrado un loco al avión. Casi en la cola del avión, me encuentro a mi jefe. Ya había guardado su maletín en el portaequipajes, se había quitado los zapatos y estaba leyendo una revista. Cuando lo localicé, le grité:
–¡Darío, este vuelo va es para París, estamos perdidos, nos tenemos que bajar!
Darío inmediatamente se puso los zapatos, sacó el maletín y nos bajamos. Nos sentamos a reírnos mucho rato y fuimos a buscar la verdadera puerta de nuestro vuelo que por fortuna estaba retrasado otras dos horas.
Víctor Manuel Uribe A.
1 comentario:
Víctor: Esta historia parece protagonizada por Macaulay Culkin.
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