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sábado, 9 de agosto de 2008

La columna de Angelita

Mundo moderno

No hay que tomarse tan en serio la vida
(… es sólo temporal)
No negaré que he sido bastante cínica en mi vida –todo empezó en mi adolescencia y, seamos sinceros, no ha mejorado mucho– y reconozco que si pudiera resumir mi actitud frente a la vida, el famoso piensa mal y acertarás no estaría muy lejos de la realidad. No diría que soy pesimista, sino más bien optimista selectiva. El caso es que de vez en cuando me entero de algo que me hace que recapacitar, si bien brevemente, y me sienta como si me hubieran azotado en la cabeza con un arco iris.

Curiosamente, lo que me reconcilió con el lado amable de la vida fue –qué ironía– la muerte. No el concepto abstracto de la muerte, sino la muerte de una mujer llamada Olive Riley. Aclaremos, no me alegró que hubiese muerto (seré cínica, pero no sádica), pero leer sobre su vida y cómo murió me animó un poco. Tal vez la habrán oído mencionar, pues se trataba de una mujer que a sus 108 años era la bloguera más vieja del mundo. Olive tenía un blog llamado La vida de Riley en la que colgaba videos de sí misma hablándole a la cámara –y al mundo– sobre sus aventuras, sus viajes, la crianza de sus hijos y todo lo que vio y vivió. Esta mujer nació a finales del siglo XIX en Inglaterra, vio dos guerras mundiales y viajó en carruaje tirado por caballos y vio al primer hombre pisar la superficie lunar. Murió en medio de su septuagésimo cuarto post, feliz por haber descubierto la internet. Me conmovió profundamente saber que hay mujeres como ella que no se sientan a tejer y esperar la muerte.

Pensar en Olive y en la muerte –les insisto, sin atisbo de morbo– me hizo comprender que aún cosas tan inevitables como la vejez y la muerte se pueden afrontar con estilo. Fíjense por ejemplo en las últimas palabras de Humphrey Bogart: Nunca debí cambiar el whisky por los martinis, o en las de Lou Costello, el gordo del dúo comediante Abbott y Costello, que dijo: Esa fue la mejor malteada que me he tomado en mi vida antes de caer. También se podría seguir el ejemplo de Karl Marx y gritar sencillamente: Déjenme así, las últimas palabras son para quienes no han dicho lo suficiente. Esa definitivamente no seré yo…, yo siempre voy a tener algo que decir.
Pero continuemos, pues lo que le sigue al las últimas palabras también es importante. Es decir, todos tenemos que morir, pero hay maneras de hacerlo. Se puede optar por el plan Marc-Vivien Foe, el jugador de Camerún que murió de un infarto durante un partido de fútbol. Qué manera más fantástica de despedirse, irse haciendo lo que uno ama… como Steve Irwin, el llamado Cazador de Cocodrilos, que recibió una punzada fatal de un barbo marino que le atravesó el corazón. Ambos murieron dichosos, al igual que el poeta Dylan Thomas que estaba gritando: He roto un nuevo récord: 18 whisky uno tras otro.
Y, para finalizar, hay epitafios de antología. Mi preferido creo que es el del comediante Groucho Marx, que dice: Perdonen que no me levante. Aunque también me gusta: Yo tenía la vía, que se encuentra en Madrid. Pero hay uno del Cementerio Central de Georgia que se yergue como un testimonio imperecedero a la importancia de tener la última palabra, pues reza sencillamente: Eh, te dije que estaba enferma.

Pero mejor termino ya. Aunque me ha resultado ver las opciones que ofrece lo inevitable, no puedo más que recordar las sabias palabras de Mario Benedetti: No debe tutearse con la muerte.
Ángela Álvarez V.

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