El cambio del billete
Corría el año 1964 y uno de los lugares de reunión preferidos por la juventud fatimeña era la esquina del Viudo. El Viudo era don Guillermo Arango quien después de algunos años de soledad por la muerte de su primera esposa había resuelto renunciar a esa condición casándose de nuevo con doña Inés Merino, hermana del hoy obispo emérito de la diócesis anglicana de San Pablo, Bernardo Merino. A pesar de su reincidencia matrimonial los vecinos del barrio siguieron llamándolo Viudo. Tenía don Guillermo un negocio, Panadería Santa Mónica, en la esquina de la carrera 65 B con la 32 F, precisamente en el punto donde empieza un parquecito que sólo permite el paso peatonal hacia la avenida 33. Más que panadería se trataba de una salsamentaria donde todo se conseguía a menos precio que en lo locales vecinos, por lo que don Guillermo no era del afecto de los demás tenderos del sector. La esquina del Viudo era tan concurrida que los jóvenes solíamos llamarla el junín de Fátima. Don Guillermo tenía otra fuente de ingresos por ser empleado del Banco de la República.
Entre los amigos de reunión, Gabriel Palacio se distinguía de los demás porque era estudiante de la Escuela de Administración y Finanzas, hoy Universidad EAFIT, escuela que tenía la modalidad de tres semestres de trabajo remunerado en la industria y en la época de la anécdota, Gabriel estaba en uno de esos semestres y se mantenía “caleto” pues no eran muchas las obligaciones que tenía que atender con su salario.
Una tarde me encontraba yo muy ocupado haciendo nada recostado en el muro exterior de la salsamentaria del Viudo, cuando apareció Gabriel Palacio con su caminado siempre de afán, me saludó al pasar y escuché cuando le pidió al Viudo una cocacola, se la tomó, le pagó a don Guillermo, éste le dio la devuelta y Gabriel salió con su paso acelerado como si tuviera que atender una necesidad urgente. El Viudo salió hasta el andén como tratando de acompañarlo, pero se devolvió y al verme recostado al muro se dirigió a mí en tono quejumbroso:
—Hombre Gabriel, este tocayo tuyo es como bien extraño: siempre que le pagan viene a tomarse una cocacola y me la paga con un billete de veinte pesos (es de anotar que una cocacola donde el Viudo valía aquel año treinta centavos). Hombre, si él me dijera que le cambie el billete, yo se lo cambio sin problema, pero para qué tiene que disimular con una cocacola.
Yo nada podía mediar en esa relación propietario-cliente y permanecí callado.
A los diez días, un sábado, estaba yo nuevamente a las doce y pico recostado en el muro exterior de la salsamentaria. Cerca de la una llegó en un bus de Belén, Carrera 72, Las Playas, don Guillermo. Venía del Banco (en aquel entonces los bancos atendían los sábados hasta las doce) en la mano traía, además del periódico, costumbre de todos los señores, una bolsa de las que en los bancos empacaban las monedas por denominación. Al verme se le dibujó una sonrisa maliciosa en el rostro y mostrándome la bolsa me dijo:
–Hoy le pagan a Gabriel, aquí traigo la devuelta para la cocacola. –Siguió entonces para su residencia. En aquellos días las empresas pagaban los salarios cada diez días.
No había transcurrido media hora cuando apareció Gabriel Palacio con su andar siempre de afán. Ya el Viudo se había alistado para atender la clientela del sábado por la tarde. Gabriel después de saludarme se dirigió al Viudo:
–Una cocacola, don Guillermo, por favor.
Don Guillermo le dio la cocacola y mi tocayo se la fue tomando. Yo, mientras tanto, entré en la salsamentaria para no perderme la continuación del episodio. Una vez terminada la cocacola, Gabriel sacó el billete de veinte pesos sin imaginarse aún que le esperaba un cambio en el libreto.
Don Guillermo tomó el billete de veinte, lo miro con la desconfianza de su doble condición de tendero y empleado del Banco de la República, lo depositó en la caja destinada a los billetes, tomó la bolsita que trajo del Banco y derramó su contenido sobre el mostrador. Se trataba de monedas de centavo las que aún no habían sido sacadas de circulación, al igual que las de dos centavos, aunque ya nada valía menos de cinco centavos y las fracciones de los precios siempre iban de cinco en cinco: $13,75, $14,80, etc. Solamente el Ley anunciaba precios de $9,99, por no poner $10,00 y, como hoy en día con las encartadoras monedas de $20, era el único que devolvía con monedas de centavo y de dos centavos.
Don Guillermo contó pacientemente y sin afán una a una 1.970 monedas de centavo ($19,70) que correspondían a la devuelta del billete de veinte con el que mi tocayo había pagado su cocacola de treinta centavos, luego las arrastró con la mano hacia donde se encontraba el nuevo propietario de tal encarte. Gabriel esperó el conteo con la misma paciencia que don Guillermo lo había hecho, luego arrastro el montón sobre el mostrador hasta acercarlo a la pared y allí lo dejó sin decirle nada a don Guillermo que todavía esperaba la reacción de su cliente.
Gabriel salió hacia el andén y miró en derredor como si buscara a alguien, me miró y me dijo:
–Tocayo, ¿te tomás una cocacola?
–Yo prefiero una manzana Postobón, tocayo.
–La querés acompañar de un mojicón de éstos como están de buenos.
–¡Ah! Bueno, Gabriel, gracias.
Me asombró tan inusitada generosidad de mi tocayo.
–Una, dos tres, cuatro… cuarenta y nueve y cincuenta, Don Guillermo, vea le pago la manzana y el mojicón de mi tocayo.
En esas pasaba otro amigo a quien le hizo la misma oferta y luego el mismo pago en monedas de centavo. Así cada amigo que pasaba era invitado a un fresco, bueno, hubo algunos que se le lograron “gorriar” una cerveza (ochenta centavos) y hasta dos, aunque los hubo tímidos que sólo aceptaron una crema (diez centavos) a lo que Gabriel pedía dos:
–tome pa que le lleve a su hermanita (a los que la tuvieran).
Calculemos ahí al bulto un promedio de setenta centavos por aprovechado, de tal manera que tuvo que esperar a que pasaran 28 amigos por el negocio para que se acabara el montón de monedas que había arrimado a la pared. El proceso duro aproximadamente una hora media; no duró más porque algunos después de ser invitados iban y contaban a otros amigos:
–Vayan que allá está Gabriel Palacio donde el Viudo invitando a todo el que pasa.
Cuando se acabaron las monedas, Gabriel se despidió del Viudo y de los que quedábamos y sin ningún comentario al respecto salió con su paso acelerado como si tuviera que atender una necesidad urgente.
Gabriel Escobar Gaviria
Corría el año 1964 y uno de los lugares de reunión preferidos por la juventud fatimeña era la esquina del Viudo. El Viudo era don Guillermo Arango quien después de algunos años de soledad por la muerte de su primera esposa había resuelto renunciar a esa condición casándose de nuevo con doña Inés Merino, hermana del hoy obispo emérito de la diócesis anglicana de San Pablo, Bernardo Merino. A pesar de su reincidencia matrimonial los vecinos del barrio siguieron llamándolo Viudo. Tenía don Guillermo un negocio, Panadería Santa Mónica, en la esquina de la carrera 65 B con la 32 F, precisamente en el punto donde empieza un parquecito que sólo permite el paso peatonal hacia la avenida 33. Más que panadería se trataba de una salsamentaria donde todo se conseguía a menos precio que en lo locales vecinos, por lo que don Guillermo no era del afecto de los demás tenderos del sector. La esquina del Viudo era tan concurrida que los jóvenes solíamos llamarla el junín de Fátima. Don Guillermo tenía otra fuente de ingresos por ser empleado del Banco de la República.
Entre los amigos de reunión, Gabriel Palacio se distinguía de los demás porque era estudiante de la Escuela de Administración y Finanzas, hoy Universidad EAFIT, escuela que tenía la modalidad de tres semestres de trabajo remunerado en la industria y en la época de la anécdota, Gabriel estaba en uno de esos semestres y se mantenía “caleto” pues no eran muchas las obligaciones que tenía que atender con su salario.
Una tarde me encontraba yo muy ocupado haciendo nada recostado en el muro exterior de la salsamentaria del Viudo, cuando apareció Gabriel Palacio con su caminado siempre de afán, me saludó al pasar y escuché cuando le pidió al Viudo una cocacola, se la tomó, le pagó a don Guillermo, éste le dio la devuelta y Gabriel salió con su paso acelerado como si tuviera que atender una necesidad urgente. El Viudo salió hasta el andén como tratando de acompañarlo, pero se devolvió y al verme recostado al muro se dirigió a mí en tono quejumbroso:
—Hombre Gabriel, este tocayo tuyo es como bien extraño: siempre que le pagan viene a tomarse una cocacola y me la paga con un billete de veinte pesos (es de anotar que una cocacola donde el Viudo valía aquel año treinta centavos). Hombre, si él me dijera que le cambie el billete, yo se lo cambio sin problema, pero para qué tiene que disimular con una cocacola.
Yo nada podía mediar en esa relación propietario-cliente y permanecí callado.
A los diez días, un sábado, estaba yo nuevamente a las doce y pico recostado en el muro exterior de la salsamentaria. Cerca de la una llegó en un bus de Belén, Carrera 72, Las Playas, don Guillermo. Venía del Banco (en aquel entonces los bancos atendían los sábados hasta las doce) en la mano traía, además del periódico, costumbre de todos los señores, una bolsa de las que en los bancos empacaban las monedas por denominación. Al verme se le dibujó una sonrisa maliciosa en el rostro y mostrándome la bolsa me dijo:
–Hoy le pagan a Gabriel, aquí traigo la devuelta para la cocacola. –Siguió entonces para su residencia. En aquellos días las empresas pagaban los salarios cada diez días.
No había transcurrido media hora cuando apareció Gabriel Palacio con su andar siempre de afán. Ya el Viudo se había alistado para atender la clientela del sábado por la tarde. Gabriel después de saludarme se dirigió al Viudo:
–Una cocacola, don Guillermo, por favor.
Don Guillermo le dio la cocacola y mi tocayo se la fue tomando. Yo, mientras tanto, entré en la salsamentaria para no perderme la continuación del episodio. Una vez terminada la cocacola, Gabriel sacó el billete de veinte pesos sin imaginarse aún que le esperaba un cambio en el libreto.
Don Guillermo tomó el billete de veinte, lo miro con la desconfianza de su doble condición de tendero y empleado del Banco de la República, lo depositó en la caja destinada a los billetes, tomó la bolsita que trajo del Banco y derramó su contenido sobre el mostrador. Se trataba de monedas de centavo las que aún no habían sido sacadas de circulación, al igual que las de dos centavos, aunque ya nada valía menos de cinco centavos y las fracciones de los precios siempre iban de cinco en cinco: $13,75, $14,80, etc. Solamente el Ley anunciaba precios de $9,99, por no poner $10,00 y, como hoy en día con las encartadoras monedas de $20, era el único que devolvía con monedas de centavo y de dos centavos.
Don Guillermo contó pacientemente y sin afán una a una 1.970 monedas de centavo ($19,70) que correspondían a la devuelta del billete de veinte con el que mi tocayo había pagado su cocacola de treinta centavos, luego las arrastró con la mano hacia donde se encontraba el nuevo propietario de tal encarte. Gabriel esperó el conteo con la misma paciencia que don Guillermo lo había hecho, luego arrastro el montón sobre el mostrador hasta acercarlo a la pared y allí lo dejó sin decirle nada a don Guillermo que todavía esperaba la reacción de su cliente.
Gabriel salió hacia el andén y miró en derredor como si buscara a alguien, me miró y me dijo:
–Tocayo, ¿te tomás una cocacola?
–Yo prefiero una manzana Postobón, tocayo.
–La querés acompañar de un mojicón de éstos como están de buenos.
–¡Ah! Bueno, Gabriel, gracias.
Me asombró tan inusitada generosidad de mi tocayo.
–Una, dos tres, cuatro… cuarenta y nueve y cincuenta, Don Guillermo, vea le pago la manzana y el mojicón de mi tocayo.
En esas pasaba otro amigo a quien le hizo la misma oferta y luego el mismo pago en monedas de centavo. Así cada amigo que pasaba era invitado a un fresco, bueno, hubo algunos que se le lograron “gorriar” una cerveza (ochenta centavos) y hasta dos, aunque los hubo tímidos que sólo aceptaron una crema (diez centavos) a lo que Gabriel pedía dos:
–tome pa que le lleve a su hermanita (a los que la tuvieran).
Calculemos ahí al bulto un promedio de setenta centavos por aprovechado, de tal manera que tuvo que esperar a que pasaran 28 amigos por el negocio para que se acabara el montón de monedas que había arrimado a la pared. El proceso duro aproximadamente una hora media; no duró más porque algunos después de ser invitados iban y contaban a otros amigos:
–Vayan que allá está Gabriel Palacio donde el Viudo invitando a todo el que pasa.
Cuando se acabaron las monedas, Gabriel se despidió del Viudo y de los que quedábamos y sin ningún comentario al respecto salió con su paso acelerado como si tuviera que atender una necesidad urgente.
Gabriel Escobar Gaviria
4 comentarios:
Acabo de caer en cuenta --lento que es uno-- de sus apellidos. ¿Es una coincidencia o acaso es usted también primo de José Obdulio?
Estimado Deepfield, fiel colaborador de este blog.
No acabas de caer en cuenta, sino que acabas de caer en la cuenta. A tu inquietud, el autor de la anécdota, Gabriel Escobar Gaviria, nació en Sopetrán, Antioquia, el 20 de abril de 1946. Fueron sus padres Gonzalo Escobar Montoya, amagaseño, y Carlota Gaviria Jaramillo, sopetranera; abuelos paternos, Alonso Escobar Escobar y Matilde Montoya Echeverri, ambos amagaseños; abuelos maternos, Jesús Gaviria Villa, sopetranero y Emilia Jaramillo Vélez, Santarrosana. Desconozco sí hay lazos de sangre con José Obdulio, Frontineño o con César, pereirano, pero sí sé que los hay con "Papa Noel", Carlos, pues uno de los tatas de Gabriel era heramano de uno de los de Carlos (ambos, los fundadores del apellido Gaviria, en Sopetrán), es decir, comparten una pareja de bisbisabuelos.
Otra enseñanza: Cuando quieras poner raya, no es necesario usar el guion dos veces (--), sino que presionas la tecla Alt mientras tecleas 0150 (–) o 0151 (—), si la prefieres más larguita. El bombillito de Bloqueo Núm. debe estar prendido para que salga la raya.
El DPD (caer) dice que aunque "caer en la cuenta" es la forma "más extendida", también es aceptable sin el artículo, que desafortunadamente es como la tengo en los genes.
Gracias por lo de la raya. Nunca me había tomado el trabajo de buscar la combinación de teclas, pero últimamente me he visto usando mucho ese signo de puntuación.
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