Mundo moderno
Ataque marshmellow
He decidido que es hora de salir del clóset. No, no de ese clóset. Verán, toda mi vida la gente me ha asociado equívocamente con la ternura. Quiero ser muy clara en este aspecto: no soy, ni he sido nunca, ni seré jamás, tierna. Sé que es confuso porque tengo pura pinta de tener el cuarto lleno de peluches, cojines en forma de corazón y afiches de gatitos. Mas no. Entiendo que el ojo azul, el hoyuelo, la cara redonda y el cachete sonrojado conduce a la conclusión de que mi hombre ideal es el poeta sensible de cola de caballo que trabaja en Greenpeace y toca música andina en flauta de pan. pero me casé con el publicista de pantalones de pana anaranjados que es fan de Kiss, La guerra de las galaxias y Millonarios. Si recita algo, son apuntes de Bart Simpson, no estrofas de Piero.
Traigo lo anterior a colación porque me he dado cuenta de que somos varias las personas que cargamos con el peso de expectativas sociales erradas pues la valoración cultural de nuestros cuerpos es equivalente a la de un pollito rosado. Después de mucho análisis he bautizado este fenómeno "el síndrome marshmellow".
Los marshmellows son dulces de colores pastel, llenos de aire, sin sustancia, que nadie toma en serio ni rechaza. Son toppings, adornos, nunca el plato principal. Nadie va a un restaurante y pide una taza de marshmellows. Además, se comen a pellizcos, no mordiscos. Esto lo padecemos los SM pues somos víctimas frecuentes del pellizco —bienintencionado pero desesperante— en el antebrazo, en el cachete, en el gordito de la espalda o en la barriga. La gente nos pellizca probablemente movida por una oleada de ternura sobrecogedora y creen que nos están haciendo un cariñito, pero yerran. Nos hace sentir menospreciados, nos menoscaba la autoestima y nos produce una ira casi homicida.
Dirán algunos ¿qué tiene de malo que nos crean tiernos? Pues, nada, si uno tiene cinco años. A esa edad, todo es tierno. Pero cuando uno tiene cédula y la gente le sigue diciendo “¡Ay, es que te pones tan linda cuando estás brava!” la cosa se va tornando complicada. Con frecuencia quienes padecemos SM somos tomados a la ligera, nuestras ideas son pasadas por alto, nuestros sentimientos se dan por sentado, nuestra indignación se recibe con carcajadas y en general la gente cree que no tenemos dos neuronas que se den la mano. Nos quedamos atrapados siendo “el gordito de contabilidad” o “la gordita del cuarto piso” y hasta ahí llegamos. Somos el mejor amigo de todos, con la que toda la oficina baila en la fiesta pero nadie sospecha que hay una caldera de pasiones en nuestro interior.
Pero algún día nos rebelaremos, algún día los cínicos cachetirrosados y las sarcásticas pecosas nos juntaremos con los ateos regordetes y los emos crespos y haremos una alianza anti-ternura que tomará al mundo por sorpresa. Pero hasta que eso ocurra, por favor ¿nos dejan de pellizcar?
Ataque marshmellow
He decidido que es hora de salir del clóset. No, no de ese clóset. Verán, toda mi vida la gente me ha asociado equívocamente con la ternura. Quiero ser muy clara en este aspecto: no soy, ni he sido nunca, ni seré jamás, tierna. Sé que es confuso porque tengo pura pinta de tener el cuarto lleno de peluches, cojines en forma de corazón y afiches de gatitos. Mas no. Entiendo que el ojo azul, el hoyuelo, la cara redonda y el cachete sonrojado conduce a la conclusión de que mi hombre ideal es el poeta sensible de cola de caballo que trabaja en Greenpeace y toca música andina en flauta de pan. pero me casé con el publicista de pantalones de pana anaranjados que es fan de Kiss, La guerra de las galaxias y Millonarios. Si recita algo, son apuntes de Bart Simpson, no estrofas de Piero.
Traigo lo anterior a colación porque me he dado cuenta de que somos varias las personas que cargamos con el peso de expectativas sociales erradas pues la valoración cultural de nuestros cuerpos es equivalente a la de un pollito rosado. Después de mucho análisis he bautizado este fenómeno "el síndrome marshmellow".
Los marshmellows son dulces de colores pastel, llenos de aire, sin sustancia, que nadie toma en serio ni rechaza. Son toppings, adornos, nunca el plato principal. Nadie va a un restaurante y pide una taza de marshmellows. Además, se comen a pellizcos, no mordiscos. Esto lo padecemos los SM pues somos víctimas frecuentes del pellizco —bienintencionado pero desesperante— en el antebrazo, en el cachete, en el gordito de la espalda o en la barriga. La gente nos pellizca probablemente movida por una oleada de ternura sobrecogedora y creen que nos están haciendo un cariñito, pero yerran. Nos hace sentir menospreciados, nos menoscaba la autoestima y nos produce una ira casi homicida.
Dirán algunos ¿qué tiene de malo que nos crean tiernos? Pues, nada, si uno tiene cinco años. A esa edad, todo es tierno. Pero cuando uno tiene cédula y la gente le sigue diciendo “¡Ay, es que te pones tan linda cuando estás brava!” la cosa se va tornando complicada. Con frecuencia quienes padecemos SM somos tomados a la ligera, nuestras ideas son pasadas por alto, nuestros sentimientos se dan por sentado, nuestra indignación se recibe con carcajadas y en general la gente cree que no tenemos dos neuronas que se den la mano. Nos quedamos atrapados siendo “el gordito de contabilidad” o “la gordita del cuarto piso” y hasta ahí llegamos. Somos el mejor amigo de todos, con la que toda la oficina baila en la fiesta pero nadie sospecha que hay una caldera de pasiones en nuestro interior.
Pero algún día nos rebelaremos, algún día los cínicos cachetirrosados y las sarcásticas pecosas nos juntaremos con los ateos regordetes y los emos crespos y haremos una alianza anti-ternura que tomará al mundo por sorpresa. Pero hasta que eso ocurra, por favor ¿nos dejan de pellizcar?
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