Era el año 1964, cursaba yo el sexto bachillerato (hoy undécimo grado) en el Colegio salesiano El Sufragio, Era el último año que estaríamos en el colegio. En los años anteriores los estudiantes de sexto se aislaban totalmente, con escasas excepciones, de los estudiantes de los otros grupos. Ese aislamiento se debía a que se consideraban los “grandes”, los preuniversitarios. Si habían sido deportistas durante toda la primaria y los cinco años de la secundaria, ya en sexto no lo eran y más bien departían entre ellos durante los descansos (o recreos que llamábamos) recostados a las columnas. Su vestimenta se alejaba de todo uso juvenil y era común que llegaran con saco a la usanza de los universitarios de la época.
No fue el caso de nuestro sexto, nuestra ropa no cambió; no hacíamos de las columnas nuestro soporte en los recreos, sino que solíamos organizar diferentes eventos deportivos en los que alentábamos la participación de los menores que nos seguían en los cursos más bajos. Es decir, nuestro sexto cambió el concepto y la mayoría del Colegio nos consideraban sus amigos y no gozábamos de esa figura pedante de los estudiantes de los sextos anteriores. Dije la mayoría, porque había una minoría que no nos querían: los de quinto. Esos si tomaron el aire pedante, pero no fue porque se consideraran preuniversitarios, al fin y al cabo les faltaban dos años. Su pedantería se debió a que eran los mejores basquetbolistas del Colegio, tanto que la selección que el Colegio enviaba a participar en torneos intercolegiados, eran ellos y sólo ellos; a los demás, no nos enviaban ni a hacer barra. Era tanta la distancia que se habían tomado y tanto nuestro acercamiento a los demás cursos que de cuarto para abajo, incluida la primaria, nos preferían a nosotros los de sexto.
Esa antipatía hizo metástasis en una cancha de básquetbol. Los de sexto habíamos organizado un partido entre nosotros con el balón del Colegio en la cancha principal: la del centro en el patio de bachillerato. Las otras dos canchas estaban desocupadas, pero no eran tan buenas como la central. Cuando llevábamos unos cinco minutos de juego, entraron los de quinto con balón propio a jugar en la misma cancha. Era como una perentoria de que los dueños del básquet eran ellos y nosotros debíamos abandonar el campo. No lo hicimos. Y comenzaron los empujones cuando íbamos a coger el balón o se atravesaban en nuestra carrera o acertaban a tirar el balón de ellos cuando el nuestro iba a encestar y fastidios por el estilo para que abandonáramos la cancha. Acaba yo de pasar nuestro balón a uno de mis compañeros cuando veo venir el de quinto hacia mi y nadie de sus propietarios en las cercanías. El balón de quinto solito hacia mí. ¡Qué oportunidad! ¡ahora o calla para siempre! Mi cerebro dio la orden y cerró todo comentario mientras mi pierna derecha actuaba. El balón de básquet se convirtió en uno de fútbol, mi pie lo recibió con el empeine y mi pierna se impulsó con toda la fuerza de mis 18 años. El balón de quinto se alzó al menos unos 20 metros por encima de nuestras cabezas y describió una hermosa parábola que lo llevó hasta el patio de la primaria.
La cancha de básquet se convirtió en el cuadrilátero de boxeo múltiple mas grande del mundo, cada uno de los de quinto cogió a cada uno de los de sexto a puñetazo limpio. Yo, por haber sido el que prendió la mecha, tuve el honor de ser agredido por el capitán de la Selección, uno de los hermanos Gallegos, los dos mejores basquetbolistas del Colegio. El resto de estudiantes no tardaron en apostarse a lo largo de las líneas de la cancha a animar a los de sexto en contra de los de quinto. ¡Dale, García!; ¡dale, Muñeco!, ¡dale, Campanolo! Eran las expresiones que se escuchaban en las voces infantiles de los menores.
Cuando la gresca estaba en todo su furor apareció el padre Luis Enrique Camero, secretario del Colegio, y no tardó en deducir cuál era la pelea principal y esa paró. Gracias a Dios,. Pues los 1,85 m de Gallego ya estaban volviendo nada a mis escasos 1,70 m y mal peleador que he sido toda la vida. Cuando el padre logró quitarme de encima a Gallego, éste pronunció la sentencia muy común en aquella época:
No fue el caso de nuestro sexto, nuestra ropa no cambió; no hacíamos de las columnas nuestro soporte en los recreos, sino que solíamos organizar diferentes eventos deportivos en los que alentábamos la participación de los menores que nos seguían en los cursos más bajos. Es decir, nuestro sexto cambió el concepto y la mayoría del Colegio nos consideraban sus amigos y no gozábamos de esa figura pedante de los estudiantes de los sextos anteriores. Dije la mayoría, porque había una minoría que no nos querían: los de quinto. Esos si tomaron el aire pedante, pero no fue porque se consideraran preuniversitarios, al fin y al cabo les faltaban dos años. Su pedantería se debió a que eran los mejores basquetbolistas del Colegio, tanto que la selección que el Colegio enviaba a participar en torneos intercolegiados, eran ellos y sólo ellos; a los demás, no nos enviaban ni a hacer barra. Era tanta la distancia que se habían tomado y tanto nuestro acercamiento a los demás cursos que de cuarto para abajo, incluida la primaria, nos preferían a nosotros los de sexto.
Esa antipatía hizo metástasis en una cancha de básquetbol. Los de sexto habíamos organizado un partido entre nosotros con el balón del Colegio en la cancha principal: la del centro en el patio de bachillerato. Las otras dos canchas estaban desocupadas, pero no eran tan buenas como la central. Cuando llevábamos unos cinco minutos de juego, entraron los de quinto con balón propio a jugar en la misma cancha. Era como una perentoria de que los dueños del básquet eran ellos y nosotros debíamos abandonar el campo. No lo hicimos. Y comenzaron los empujones cuando íbamos a coger el balón o se atravesaban en nuestra carrera o acertaban a tirar el balón de ellos cuando el nuestro iba a encestar y fastidios por el estilo para que abandonáramos la cancha. Acaba yo de pasar nuestro balón a uno de mis compañeros cuando veo venir el de quinto hacia mi y nadie de sus propietarios en las cercanías. El balón de quinto solito hacia mí. ¡Qué oportunidad! ¡ahora o calla para siempre! Mi cerebro dio la orden y cerró todo comentario mientras mi pierna derecha actuaba. El balón de básquet se convirtió en uno de fútbol, mi pie lo recibió con el empeine y mi pierna se impulsó con toda la fuerza de mis 18 años. El balón de quinto se alzó al menos unos 20 metros por encima de nuestras cabezas y describió una hermosa parábola que lo llevó hasta el patio de la primaria.
La cancha de básquet se convirtió en el cuadrilátero de boxeo múltiple mas grande del mundo, cada uno de los de quinto cogió a cada uno de los de sexto a puñetazo limpio. Yo, por haber sido el que prendió la mecha, tuve el honor de ser agredido por el capitán de la Selección, uno de los hermanos Gallegos, los dos mejores basquetbolistas del Colegio. El resto de estudiantes no tardaron en apostarse a lo largo de las líneas de la cancha a animar a los de sexto en contra de los de quinto. ¡Dale, García!; ¡dale, Muñeco!, ¡dale, Campanolo! Eran las expresiones que se escuchaban en las voces infantiles de los menores.
Cuando la gresca estaba en todo su furor apareció el padre Luis Enrique Camero, secretario del Colegio, y no tardó en deducir cuál era la pelea principal y esa paró. Gracias a Dios,. Pues los 1,85 m de Gallego ya estaban volviendo nada a mis escasos 1,70 m y mal peleador que he sido toda la vida. Cuando el padre logró quitarme de encima a Gallego, éste pronunció la sentencia muy común en aquella época:
—Vos salís, a la salida te espero.
El padre Camero ordenó que los de sexto nos fuéramos para el salón de clase aunque faltaban 10 minutos para terminar el recreo. Tal orden fue interpretada por los demás como favoreciente a los de quinto porque quedábamos los de sexto como castigados. Pero al parecer, mientras nos dirigíamos al salón, algunos de los de otros cursos que habían presenciado desde el principio la provocación de los de quinto informaron al padre Camero del desarrollo de la misma por lo que el sacerdote determinó suspender el recreo para todo el mundo y aquella última clase de la jornada de la mañana quedó como la más larga del día.
En nuestro desfile hacia el salón de clase se nos unieron los compañeros que no habían participado en la función y comenzaron a indagar por lo sucedido.
Uno de ellos, Jorge Humberto Ángel Toro, me preguntó sobre los acontecimientos y le relaté lo escrito hasta el momento mientras subíamos al tercer piso donde quedaba nuestro salón. Le hice énfasis en el miedo que me daría enfrentarme a los hermanos Gallegos a la salida. Mi compañero por toda respuesta me dijo:
—Ya vengo. —Y se devolvió escalas abajo por donde habíamos subido.
Jorge Ángel, además de compañero era uno de mis amigos dentro del grupo, porque habíamos tenido oportunidad de compartir muchos momentos, sobre todo los jueves, día en que yo acostumbraba almorzar donde Pastora Jaramillo, tía de mi madre, que vivía a unas diez cuadras del colegio. La casa de la tía Pastora (Tota, como le decíamos los sobrinos) era enseguida de la de Jorge y el recorrido de ida y vuelta lo hacíamos en compañía (el estudio en aquella época se hacía en dos jornadas). Los únicos deportes que a Jorge le gustaban eran el levantamiento de pesas y el fisicoculturismo. Tales aficiones le habían desarrollado los bíceps y los pectorales de modo que le daban el aspecto de lo que en aquellos días llamábamos un “cuajo”. Por supuesto, uno no andaba poniéndoles problema a los “cuajos” fácilmente. Jorge compartía el levantamiento de pesas y el fisicoculturismo con otro joven de tercero de bachillerato (hoy octavo grado) del que también era muy amigo y que también tenía la apariencia de “cuajo”.
Cuando la clase se estaba iniciando, regresó Jorge y al pasar cerca de mi pupitre me dijo que ya había arreglado lo de la salida.
Terminada la clase nos dispusimos a salir y Jorge se hizo a mi lado como si fuera jueves para salir juntos, bajamos la escalera y en el segundo piso nos estaba esperando el “cuajo” de tercero y se hizo al otro lado mío y así me escoltaron hasta la salida que en aquellos días la hacíamos por la calle Caracas y no por el parque de Boston. Efectivamente al lado de un árbol estaban los dos hermanos Gallegos esperándome. Al verme tan bien acompañado uno de ellos dijo:
—Vos algún día estarás solo.
Por fortuna parece que el rencor de Gallego duró poco porque yo nunca tuve que andar a propósito con mis dos improvisados guardaespaldas.
Uno de los hermanos Gallegos, Rodrigo, murió muy joven en un accidente de tránsito. Dios lo tenga en su gloria.
El padre Camero ordenó que los de sexto nos fuéramos para el salón de clase aunque faltaban 10 minutos para terminar el recreo. Tal orden fue interpretada por los demás como favoreciente a los de quinto porque quedábamos los de sexto como castigados. Pero al parecer, mientras nos dirigíamos al salón, algunos de los de otros cursos que habían presenciado desde el principio la provocación de los de quinto informaron al padre Camero del desarrollo de la misma por lo que el sacerdote determinó suspender el recreo para todo el mundo y aquella última clase de la jornada de la mañana quedó como la más larga del día.
En nuestro desfile hacia el salón de clase se nos unieron los compañeros que no habían participado en la función y comenzaron a indagar por lo sucedido.
Uno de ellos, Jorge Humberto Ángel Toro, me preguntó sobre los acontecimientos y le relaté lo escrito hasta el momento mientras subíamos al tercer piso donde quedaba nuestro salón. Le hice énfasis en el miedo que me daría enfrentarme a los hermanos Gallegos a la salida. Mi compañero por toda respuesta me dijo:
—Ya vengo. —Y se devolvió escalas abajo por donde habíamos subido.
Jorge Ángel, además de compañero era uno de mis amigos dentro del grupo, porque habíamos tenido oportunidad de compartir muchos momentos, sobre todo los jueves, día en que yo acostumbraba almorzar donde Pastora Jaramillo, tía de mi madre, que vivía a unas diez cuadras del colegio. La casa de la tía Pastora (Tota, como le decíamos los sobrinos) era enseguida de la de Jorge y el recorrido de ida y vuelta lo hacíamos en compañía (el estudio en aquella época se hacía en dos jornadas). Los únicos deportes que a Jorge le gustaban eran el levantamiento de pesas y el fisicoculturismo. Tales aficiones le habían desarrollado los bíceps y los pectorales de modo que le daban el aspecto de lo que en aquellos días llamábamos un “cuajo”. Por supuesto, uno no andaba poniéndoles problema a los “cuajos” fácilmente. Jorge compartía el levantamiento de pesas y el fisicoculturismo con otro joven de tercero de bachillerato (hoy octavo grado) del que también era muy amigo y que también tenía la apariencia de “cuajo”.
Cuando la clase se estaba iniciando, regresó Jorge y al pasar cerca de mi pupitre me dijo que ya había arreglado lo de la salida.
Terminada la clase nos dispusimos a salir y Jorge se hizo a mi lado como si fuera jueves para salir juntos, bajamos la escalera y en el segundo piso nos estaba esperando el “cuajo” de tercero y se hizo al otro lado mío y así me escoltaron hasta la salida que en aquellos días la hacíamos por la calle Caracas y no por el parque de Boston. Efectivamente al lado de un árbol estaban los dos hermanos Gallegos esperándome. Al verme tan bien acompañado uno de ellos dijo:
—Vos algún día estarás solo.
Por fortuna parece que el rencor de Gallego duró poco porque yo nunca tuve que andar a propósito con mis dos improvisados guardaespaldas.
Uno de los hermanos Gallegos, Rodrigo, murió muy joven en un accidente de tránsito. Dios lo tenga en su gloria.
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