Mundo moderno
Amores de verdad
Quienquiera que haya dicho que los niños son los verdaderos maestros tenía toda la razón. Hace unas semanas mi sobrino nos dio a todos una clase magistral en relaciones de pareja. Emilio, el Niño más Lindo del Mundo (título oficial otorgado por su madrina y tía, es decir, totalmente imparcial) empezó el colegio este año y al poco tiempo ya tenía su propio harem. Antes de salir a vacaciones de mitad de año tenía tres novias y al regresar agregó una cuarta, de quien se enamoró porque tenía las mismas botas que él. Emi aseguraba estar igualmente enamorado de las cuatro, pero al parecer una tomó la delantera porque hace unos días anunció que se casaba con María José.
—¿Por qué te casas? —preguntó su madre.
—Porque ella me dijo que nos casáramos —contestó el niño.
Curiosa, mi hermana continuó el interrogatorio:
—¿Y tú te quieres casar con ella?
A lo que él respondió:
—Claro que sí porque ella es muy querida y siempre se alegra de verme.
Y ahí lo tienen, este niño de tres años y medio tiene más y mejores motivos para casarse que mucha gente que conozco. ¿Quién no sería feliz con alguien que fuera querido y siempre se alegrara de verlo a uno? Si me preguntan, creo que Emi está hecho.
Tras saber del incidente amoroso me puse a pensar y recordé que más o menos a esa misma edad tuve yo mi primer amor. Él se llamaba Juampelipe (así lo recuerdo y así se quedó) y estábamos profundamente enamorados. Todos los días nos encontrábamos en el Jardín y planeábamos nuestra vida juntos mientras compartíamos la lonchera. Él me daba sus frunas porque a mí me tenían a dieta. Él estaba buscando una casa que tuviera escaleras y columpios y yo me concentré en aprender a ser buena mamá practicando con mi osito.
Ese recuerdo me condujo a otro, al del amor de un niño llamado Simón por mi hermana Lina. Cuando él, de 5, iba a hacerle visita a ella, de 17, le llevaba almendras achocolatadas. Un día se encontró con algo de competencia adolescente así que, en un acto de desprendimiento que hasta el momento no tiene rival, vació la caja de almendras en una matera para que ella no tuviera que compartirlas con esos otros muchachos. Ahora que lo pienso, ese barrio era terreno fértil para los romances pues recuerdo que en el edificio del frente vivía un niño —al que llamaré José— que un día, cuando él tenía alrededor de 8 años, me pidió el favor de que le revisara la ortografía a una carta para la novia. Ella estaba en la finca porque estábamos en vacaciones y su manera de decirle que la extrañaba sigue siendo para mí hasta el sol de hoy una de las metáforas más sinceras y expresivas. Decía la misiva “Espero que vuelvas rápido porque mi vida sin ti es como una pizza sin cocacola”. Ningún poeta ha sido más contundente.
Recordar estas historias me puso a pensar en las relaciones modernas, y en todo lo que conllevan. "¿Me llamó?”, “¿por qué no?”, “¿le digo?”, “¿qué estará pensando?”, “¿seremos el uno para el otro?”, “¿estará con otra?"… todo parece tan complicado ahora, tan difícil y doloroso. Tal vez no lo sería tanto si aprendiéramos un poco de los niños. A lo mejor todos seríamos felices sin tan sólo encontráramos alguien que siempre proteja nuestros intereses, quiera que el hogar que tengamos juntos sea un lugar divertido, comparta lo que tenga sin reservas, sea querido con nosotros y sobre todo, siempre se alegre de vernos.
Amores de verdad
Quienquiera que haya dicho que los niños son los verdaderos maestros tenía toda la razón. Hace unas semanas mi sobrino nos dio a todos una clase magistral en relaciones de pareja. Emilio, el Niño más Lindo del Mundo (título oficial otorgado por su madrina y tía, es decir, totalmente imparcial) empezó el colegio este año y al poco tiempo ya tenía su propio harem. Antes de salir a vacaciones de mitad de año tenía tres novias y al regresar agregó una cuarta, de quien se enamoró porque tenía las mismas botas que él. Emi aseguraba estar igualmente enamorado de las cuatro, pero al parecer una tomó la delantera porque hace unos días anunció que se casaba con María José.
—¿Por qué te casas? —preguntó su madre.
—Porque ella me dijo que nos casáramos —contestó el niño.
Curiosa, mi hermana continuó el interrogatorio:
—¿Y tú te quieres casar con ella?
A lo que él respondió:
—Claro que sí porque ella es muy querida y siempre se alegra de verme.
Y ahí lo tienen, este niño de tres años y medio tiene más y mejores motivos para casarse que mucha gente que conozco. ¿Quién no sería feliz con alguien que fuera querido y siempre se alegrara de verlo a uno? Si me preguntan, creo que Emi está hecho.
Tras saber del incidente amoroso me puse a pensar y recordé que más o menos a esa misma edad tuve yo mi primer amor. Él se llamaba Juampelipe (así lo recuerdo y así se quedó) y estábamos profundamente enamorados. Todos los días nos encontrábamos en el Jardín y planeábamos nuestra vida juntos mientras compartíamos la lonchera. Él me daba sus frunas porque a mí me tenían a dieta. Él estaba buscando una casa que tuviera escaleras y columpios y yo me concentré en aprender a ser buena mamá practicando con mi osito.
Ese recuerdo me condujo a otro, al del amor de un niño llamado Simón por mi hermana Lina. Cuando él, de 5, iba a hacerle visita a ella, de 17, le llevaba almendras achocolatadas. Un día se encontró con algo de competencia adolescente así que, en un acto de desprendimiento que hasta el momento no tiene rival, vació la caja de almendras en una matera para que ella no tuviera que compartirlas con esos otros muchachos. Ahora que lo pienso, ese barrio era terreno fértil para los romances pues recuerdo que en el edificio del frente vivía un niño —al que llamaré José— que un día, cuando él tenía alrededor de 8 años, me pidió el favor de que le revisara la ortografía a una carta para la novia. Ella estaba en la finca porque estábamos en vacaciones y su manera de decirle que la extrañaba sigue siendo para mí hasta el sol de hoy una de las metáforas más sinceras y expresivas. Decía la misiva “Espero que vuelvas rápido porque mi vida sin ti es como una pizza sin cocacola”. Ningún poeta ha sido más contundente.
Recordar estas historias me puso a pensar en las relaciones modernas, y en todo lo que conllevan. "¿Me llamó?”, “¿por qué no?”, “¿le digo?”, “¿qué estará pensando?”, “¿seremos el uno para el otro?”, “¿estará con otra?"… todo parece tan complicado ahora, tan difícil y doloroso. Tal vez no lo sería tanto si aprendiéramos un poco de los niños. A lo mejor todos seríamos felices sin tan sólo encontráramos alguien que siempre proteja nuestros intereses, quiera que el hogar que tengamos juntos sea un lugar divertido, comparta lo que tenga sin reservas, sea querido con nosotros y sobre todo, siempre se alegre de vernos.
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