Así como primero nace el trino y después el risueñor, primero se hizo la semilla y después el espantapájaros, cuyo oficio consiste en garantizar que el fruto llegue a la mesa del hombre, su minúsculo creador, sin hacer aduana en el estómago de alguna ave.
El espantapájaros muere cada vez que la noche se pone su traje de luces de oscuridad. Vuelve a nacer con el reloj despertador de los pájaros madrugadores, sus antípodas. Mejor, sus gratuitos enemigos.
Es cierto que prefieren la noche cuando los depredadores con plumas no les tienen miedo. Más de una vez, los espantapájaros han tratado de alfabetizar a los pájaros para explicarles que no son tan malos como los pintan. Que también tienen su corazoncito. Que si los graduaron de enemigos suyos, fue a sus espaldas. Pero los pájaros los miran, no oyen, y huyen despavoridos.
Cuando desperté a la vida, de tres o cuatro años, lo primero que ví a mi alrededor fue un desolado espantapájaros. Ese encuentro se produjo en una huerta de Versalles, a un tabaquito y un suspiro de Santa Bárbara (Antioquia).
Después de la sorpresa inicial de verme ahí, sin saber de donde venia ni para donde iba –todavía lo ignoro–, empecé a enfrentármele a la vida.
Pasados los años, ejerciendo el oficio de adulto, me he hecho estas preguntas: ¿Adónde van los espantapájaros cuando mueren? ¿Cuál es su limbo? ¿Les espera un purgatorio peor que sentirse rehuidos por los Beethoven del aire, o pájaros que llaman?
Jamás es domingo en su hoja de vida. Siempre es lunes, después del medio día.
Hay espantapájaros de espantapájaros. Son los espantajos. Amparados en ese alias apocado y apocopado, uno de ellos le confesó al poeta del Líbano, Jalil Gibran: «Siento al atemorizar a la gente, un placer que no es fácil de sondear».
El mismo espantajo se volvería filósofo, pero de nada la valió porque pasados muchos pájaros, que es como se mide su tiempo, dos cuervos construirían un nido bajo su sombrero.
El espantapájaros de Mario Benedetti «se siente desolado de su sombrero roto y sus andrajos».
En ellos no opera el síndrome de Estocolmo. Entonces, como no pueden enamorarse de los pájaros, se enamoran de su vuelo. O del espacio que ocupan en cualquier instante de su travesía (¡).
Claro que un espantapájaros me contó que le gustaría convertir en su propio himno nacional, el siguiente verso de Tagore: «El pájaro quiere ser nube. La nube, pájaro». “Mi” espantapajáros –lo tengo entronizado en mi estudio hecho de paja, después de haberlo comprado en un mercado de las pulgas– quisiera ser ambas cosas.
Averiguando supe que otro espantapájaros se acostó aliviado y se levantó amando el viento que contiene el pájaro, la razón de su sinrazón de ser.
Ellos practican el celibato a la fuerza. Nunca se casan por sustracción de materia: al hombre que los inventó, no le alcanzó la imaginación para crear también las espantapájaras. No aman por más pájaros que se les posen encima por alguna equivocación.
Sólo los pájaros demasiado miopes no los detestan. Los ciegos los ignoran. Son aquellos que por esquivo azar se posan abusivamente sobre su nariz de Pinocho a reclinar en ella su libertad con alas.
Mientras haya mujer habrá poesía; mientras haya semillas que cuidar, ellos tendrán vigencia. Me ofrezco como mandadero de una asociación con ánimo de lucro que tutele los derechos humanos de los espantapájaros
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