Doctorado en la cafetería
En algún día de noviembre de 1971 los ingenieros electricistas de la UPB (Universidad Pontificia Bolivariana) de aquel año presentamos nuestro último examen. Si mi memoria no me falla fue de Análisis de Sistemas de Potencia.
Qué peso tan grande sentimos haber dejado aquel día. Nos citamos para la cafetería de la facultad a las 7:00 p. m. con el fin tomarnos algunos tragos allí entre aquellos muros que vieron nuestros esfuerzos durante cinco años unos, seis o más otros y había un compañero de nueve.
Iban pasando las horas, las botellas, las anécdotas, los apodos y todo lo demás recogido durante esos años. Hicimos que se sentara con nosotros don Gerardo, al que por su mayor edad siempre lo tratábamos de don, el dueño de la cafetería y gran amigo mío con quien varias veces durante mi carrera salí a tomar alguito en el bar El Portón Rojo en el otrora tenebroso sector de Guayaquil, hoy llamado eufemísticamente Alpujarra. Don Gerardo siempre agradeció mi amistad y cuando salíamos de farra me recordaba que lo mismo había hecho con otros estudiantes ya ingenieros, como el dotor fulano, el dotor perano y, el único nombre que recuerdo, el dotor Mario Náder. “Esos dotores –me decía con frecuencia– fueron conmigo tan amigables como usté, hombe Gabriel”.
Aquella noche no fue la excepción para la sección de agradecimientos mutuos de él por mi amistad y míos porque no se enojaba conmigo cuando los lunes, mientras él llegaba enguayabado antes de la tercera o cuarta clase yo hacía el tinto para poder resistir ese viaje de seis clases de 6:00 a. m. a 12:00 m.
–Tranquilo, Gabriel –me decía cuando llegaba–, yo sé que en usté queda bien la cafetería.
Durante nuestra improvisada fiesta reparé en alguien que inmóvil y solitario durante todo ese tiempo nos miraba desde otra mesa; por su juventud, se veía que se trataba de algún primíparo o máximo de segundo año.
Fui hasta su mesa y trabé conversación con él. Efectivamente se trataba de un joven de segundo año de Ingeniería Química, facultad con la que compartíamos edificio. Lo invité a que se pasara para nuestra mesa y se tomara unos tragos como despedida de nosotros pues el año entrante no estaríamos. Me contestó que no podía porque al día siguiente tendría un examen a la 6:00 a. m.
–Bueno, y si tenés examen ¿por qué diablos no te has ido a dormir a la casa?
–Yo vivo en uno de los barrios altos de Bello y me demoro hora y media para llegar a la facultad por lo que tendría que levantarme a las 3:30 para llegar hasta aquí arriesgando de que el retraso de algún bus me haga incumplir la hora de examen.
Ya iban a ser las once, mientras esto conversábamos, cuando de pronto dijo alguien:
–Vamos a darle una serenata a Augusto.
Con eso comprendí que nos iríamos de amanecida. “Mi cama queda libre” –pensé.
La importancia que tenía Augusto Uribe Montoya para nosotros se fundó en que fue el profesor de varias materias importantes de la carrera, es decir el, Profesor Orquesta. Nos dio Circuitos en tercero, Circuitos Electrónicos en cuarto, Control de Motores, Sistemas automáticos de control, Comunicaciones y Electrónica industrial en quinto (la UPB en aquel año aún estaba anualizada por lo que los ordinales se refieren a años).
Quien sugirió la serenata distribuyó oficios así: Unos comprarían aguardiente; otros, voladores; otros irían por los músicos y los demás nos encontraríamos en una hora en la casa de Augusto en Girardot, entre Colombia y Ayacucho (nombres de calles de Medellín), en las cercanías del centro. Varios de nuestros compañeros Habían llevado vehículo.
Yo les dije a don Gerardo y al joven de Química que se montaran conmigo en el carro de uno de los compañeros; por supuesto que el joven protestó por cuanto por fin lo dejaríamos dormir en paz en la cafetería y porque no era lógico que se fuera de farra con nosotros si tenía un examen.
–Camine, hombre –le insistí–, que lo que le voy a resolver es una dormida cómoda a sólo cinco cuadras de aquí. ¿No ve que mi cama va a estar desocupada toda la noche?
Al hombre como que le sonó bien el asunto y se subió sumiso al vehículo que habíamos escogido, lo mismo hizo don Gerardo.
Efectivamente yo vivía en Fátima, y aún vivo allí, a solo cinco cuadras del campus de la UPB. Le pedí al compañero que manejaba el carro que bajara por la avenida 33 para entrar a mi barrio y dejar al joven pasajero instalado en mi casa. Éste comenzó a preocuparse por tener que despertarse a las 5:00 a. m. sin tener despertador.
Llegamos a mi residencia. Mis padres y mis hermanos ya estaban dormidos lo llevé hasta mi habitación que compartía con mi hermano Luis Gonzalo, le destendí la cama, le mostré dónde quedaba el baño y le dije que si alguien de mi familia le preguntaba por qué estaba allí, le contara la historia completa que cualquiera de ellos entendería porque todos somos de los mismos arranques. Volvió a preocuparse por la despertada y lo regañé diciéndole que si se preocupaba no dormiría y que por lo tanto nada estábamos haciendo, que durmiera tranquilo que yo a las 5:00 a. m. llegaría desde donde estuviéramos y lo despertaría. El muchacho se tranquilizó y yo me fui de farra.
Dimos la serenata con voladores y todo. Algunos tirábamos bien los voladores, pero otros los tiraban al suelo como si fueran papeletas, ¡Qué brutos! Esos voladores cogían por Girardot cual si fueran buses circulares que por allí ha sido siempre la ruta. Don Gerardo gozaba de los tragos y de lo borrachos que estaban ya algunos de mis compañeros.
Terminada la serenata, los que contrataron los músicos se antojaron de llevarles serenatas a sus respectivas novias. Los músicos, previsivos, dijeron que con mucho gusto, pero con la condición de que serenata terminada, serenata pagada; así pues que antes de montarse al carro para ir a otro lugar que se viera el billete. En aquellos tiempos se contaban muchas anécdotas acerca de jóvenes irresponsables que daban varias serenatas y a lo último escogían un edificio de tres o cuatro pisos que tuviera las escaleras por fuera y allí subían a los músicos para que cantaran una última serenata; los dejaban allí cantando y escapaban en el carro. Ciertas o no, estos músicos no querían correr el riesgo. Recogimos la vaca y pagamos la serenata de Augusto, las de las novias irían por cuenta de cada enamorado. De los lugares de las otras serenatas y de las novias agraciadas nada recuerdo. Recuerdo sí que yo no le llevé serenata a Sofía Inés porque la recocha era mucha y los tragos ya estaban haciendo demasiado efecto en mis compañeros. Yo bebí muy poco y paré a eso de las 2:00 a. m. por la promesa de despertar a mi huésped.
Terminada la cuarta serenata, el reloj marcaba las 4:30 por lo que me escabullí de mis amigos y tomé un taxi hacia mi casa. Subí a la alcoba, desperté al muchacho y lo esperé en el primer piso mientras se bañaba.
Como mi madre siempre dejaba chocolate hecho desde la noche anterior, le preparé desayuno al joven y se encaminó hacia la universidad a presentar su examen dándome los agradecimientos por haberle dado la oportunidad de un descanso completo.
Mi madre se despertó cuando yo subía de nuevo a la alcoba y yo le pedí que me despertara a las 9:30 porque tenía que ir a la Universidad a reclamar algunas notas. No recuerdo haberle preguntado alguna vez a Luis Gonzalo si se había dado cuenta de que aquella noche otra persona había ocupado mi cama, tampoco recuerdo que alguien me haya preguntado acerca de eso.
Llegué a la cafetería de don Gerardo a las 10:30 a. m. y lo encontré con cara de amanecido. Yo, por lo menos, había dormido unas cuatro horas y había bebido muy poco.
–Don Gerardo, un tinto, por favor.
–Aquí lo tiene, dotor.
–¿Ha visto al muchacho de Química por aquí?
–Sí, dotor, ya terminó el examen y vino a tomarse un tinto y me dijo que estaba muy agradecido con usté y que descansó muy bien.
–Ah, bueno. Permiso, don Gerardo yo me voy a sentar en una mesa que estoy algo cansado
–Bien pueda, dotor.
“¿Doctor? –me fui pensando– por buena le dio hoy el guayabo a don Gerardo”.
Nunca volví a saber nada del muchacho de Química. Nunca más volví a verlo. No supe si llegó a ser ingeniero químico o se salió. Nada. Bueno, pueda ser que el Señor me lo tenga por allá apuntadito por aquello de “Fui peregrino y me alojasteis (Mt 25, 35)”.
Al otro día volví a la cafetería y don Gerado, esta vez sin guayabo, insistía en “Con mucho gusto, dotor”; “Aquí está el tinto, dotor”; “Bien pueda, dotor” y similares. Lo mismo el día siguiente. El tercer día de doctorado caí en la cuenta de que don Gerardo al hablar de sus amigos estudiantes que ya habían salido se refería a ellos como el dotor fulano, el dotor perano y el dotor Mario Náder. Comprendí, entonces, que al próximo amigo estudiante le contaría que él había sido amigo del dotor fulano, del dotor perano, del dotor Mario Náder y del dotor Gabriel Escobar.
Gabriel escobar Gaviria
En algún día de noviembre de 1971 los ingenieros electricistas de la UPB (Universidad Pontificia Bolivariana) de aquel año presentamos nuestro último examen. Si mi memoria no me falla fue de Análisis de Sistemas de Potencia.
Qué peso tan grande sentimos haber dejado aquel día. Nos citamos para la cafetería de la facultad a las 7:00 p. m. con el fin tomarnos algunos tragos allí entre aquellos muros que vieron nuestros esfuerzos durante cinco años unos, seis o más otros y había un compañero de nueve.
Iban pasando las horas, las botellas, las anécdotas, los apodos y todo lo demás recogido durante esos años. Hicimos que se sentara con nosotros don Gerardo, al que por su mayor edad siempre lo tratábamos de don, el dueño de la cafetería y gran amigo mío con quien varias veces durante mi carrera salí a tomar alguito en el bar El Portón Rojo en el otrora tenebroso sector de Guayaquil, hoy llamado eufemísticamente Alpujarra. Don Gerardo siempre agradeció mi amistad y cuando salíamos de farra me recordaba que lo mismo había hecho con otros estudiantes ya ingenieros, como el dotor fulano, el dotor perano y, el único nombre que recuerdo, el dotor Mario Náder. “Esos dotores –me decía con frecuencia– fueron conmigo tan amigables como usté, hombe Gabriel”.
Aquella noche no fue la excepción para la sección de agradecimientos mutuos de él por mi amistad y míos porque no se enojaba conmigo cuando los lunes, mientras él llegaba enguayabado antes de la tercera o cuarta clase yo hacía el tinto para poder resistir ese viaje de seis clases de 6:00 a. m. a 12:00 m.
–Tranquilo, Gabriel –me decía cuando llegaba–, yo sé que en usté queda bien la cafetería.
Durante nuestra improvisada fiesta reparé en alguien que inmóvil y solitario durante todo ese tiempo nos miraba desde otra mesa; por su juventud, se veía que se trataba de algún primíparo o máximo de segundo año.
Fui hasta su mesa y trabé conversación con él. Efectivamente se trataba de un joven de segundo año de Ingeniería Química, facultad con la que compartíamos edificio. Lo invité a que se pasara para nuestra mesa y se tomara unos tragos como despedida de nosotros pues el año entrante no estaríamos. Me contestó que no podía porque al día siguiente tendría un examen a la 6:00 a. m.
–Bueno, y si tenés examen ¿por qué diablos no te has ido a dormir a la casa?
–Yo vivo en uno de los barrios altos de Bello y me demoro hora y media para llegar a la facultad por lo que tendría que levantarme a las 3:30 para llegar hasta aquí arriesgando de que el retraso de algún bus me haga incumplir la hora de examen.
Ya iban a ser las once, mientras esto conversábamos, cuando de pronto dijo alguien:
–Vamos a darle una serenata a Augusto.
Con eso comprendí que nos iríamos de amanecida. “Mi cama queda libre” –pensé.
La importancia que tenía Augusto Uribe Montoya para nosotros se fundó en que fue el profesor de varias materias importantes de la carrera, es decir el, Profesor Orquesta. Nos dio Circuitos en tercero, Circuitos Electrónicos en cuarto, Control de Motores, Sistemas automáticos de control, Comunicaciones y Electrónica industrial en quinto (la UPB en aquel año aún estaba anualizada por lo que los ordinales se refieren a años).
Quien sugirió la serenata distribuyó oficios así: Unos comprarían aguardiente; otros, voladores; otros irían por los músicos y los demás nos encontraríamos en una hora en la casa de Augusto en Girardot, entre Colombia y Ayacucho (nombres de calles de Medellín), en las cercanías del centro. Varios de nuestros compañeros Habían llevado vehículo.
Yo les dije a don Gerardo y al joven de Química que se montaran conmigo en el carro de uno de los compañeros; por supuesto que el joven protestó por cuanto por fin lo dejaríamos dormir en paz en la cafetería y porque no era lógico que se fuera de farra con nosotros si tenía un examen.
–Camine, hombre –le insistí–, que lo que le voy a resolver es una dormida cómoda a sólo cinco cuadras de aquí. ¿No ve que mi cama va a estar desocupada toda la noche?
Al hombre como que le sonó bien el asunto y se subió sumiso al vehículo que habíamos escogido, lo mismo hizo don Gerardo.
Efectivamente yo vivía en Fátima, y aún vivo allí, a solo cinco cuadras del campus de la UPB. Le pedí al compañero que manejaba el carro que bajara por la avenida 33 para entrar a mi barrio y dejar al joven pasajero instalado en mi casa. Éste comenzó a preocuparse por tener que despertarse a las 5:00 a. m. sin tener despertador.
Llegamos a mi residencia. Mis padres y mis hermanos ya estaban dormidos lo llevé hasta mi habitación que compartía con mi hermano Luis Gonzalo, le destendí la cama, le mostré dónde quedaba el baño y le dije que si alguien de mi familia le preguntaba por qué estaba allí, le contara la historia completa que cualquiera de ellos entendería porque todos somos de los mismos arranques. Volvió a preocuparse por la despertada y lo regañé diciéndole que si se preocupaba no dormiría y que por lo tanto nada estábamos haciendo, que durmiera tranquilo que yo a las 5:00 a. m. llegaría desde donde estuviéramos y lo despertaría. El muchacho se tranquilizó y yo me fui de farra.
Dimos la serenata con voladores y todo. Algunos tirábamos bien los voladores, pero otros los tiraban al suelo como si fueran papeletas, ¡Qué brutos! Esos voladores cogían por Girardot cual si fueran buses circulares que por allí ha sido siempre la ruta. Don Gerardo gozaba de los tragos y de lo borrachos que estaban ya algunos de mis compañeros.
Terminada la serenata, los que contrataron los músicos se antojaron de llevarles serenatas a sus respectivas novias. Los músicos, previsivos, dijeron que con mucho gusto, pero con la condición de que serenata terminada, serenata pagada; así pues que antes de montarse al carro para ir a otro lugar que se viera el billete. En aquellos tiempos se contaban muchas anécdotas acerca de jóvenes irresponsables que daban varias serenatas y a lo último escogían un edificio de tres o cuatro pisos que tuviera las escaleras por fuera y allí subían a los músicos para que cantaran una última serenata; los dejaban allí cantando y escapaban en el carro. Ciertas o no, estos músicos no querían correr el riesgo. Recogimos la vaca y pagamos la serenata de Augusto, las de las novias irían por cuenta de cada enamorado. De los lugares de las otras serenatas y de las novias agraciadas nada recuerdo. Recuerdo sí que yo no le llevé serenata a Sofía Inés porque la recocha era mucha y los tragos ya estaban haciendo demasiado efecto en mis compañeros. Yo bebí muy poco y paré a eso de las 2:00 a. m. por la promesa de despertar a mi huésped.
Terminada la cuarta serenata, el reloj marcaba las 4:30 por lo que me escabullí de mis amigos y tomé un taxi hacia mi casa. Subí a la alcoba, desperté al muchacho y lo esperé en el primer piso mientras se bañaba.
Como mi madre siempre dejaba chocolate hecho desde la noche anterior, le preparé desayuno al joven y se encaminó hacia la universidad a presentar su examen dándome los agradecimientos por haberle dado la oportunidad de un descanso completo.
Mi madre se despertó cuando yo subía de nuevo a la alcoba y yo le pedí que me despertara a las 9:30 porque tenía que ir a la Universidad a reclamar algunas notas. No recuerdo haberle preguntado alguna vez a Luis Gonzalo si se había dado cuenta de que aquella noche otra persona había ocupado mi cama, tampoco recuerdo que alguien me haya preguntado acerca de eso.
Llegué a la cafetería de don Gerardo a las 10:30 a. m. y lo encontré con cara de amanecido. Yo, por lo menos, había dormido unas cuatro horas y había bebido muy poco.
–Don Gerardo, un tinto, por favor.
–Aquí lo tiene, dotor.
–¿Ha visto al muchacho de Química por aquí?
–Sí, dotor, ya terminó el examen y vino a tomarse un tinto y me dijo que estaba muy agradecido con usté y que descansó muy bien.
–Ah, bueno. Permiso, don Gerardo yo me voy a sentar en una mesa que estoy algo cansado
–Bien pueda, dotor.
“¿Doctor? –me fui pensando– por buena le dio hoy el guayabo a don Gerardo”.
Nunca volví a saber nada del muchacho de Química. Nunca más volví a verlo. No supe si llegó a ser ingeniero químico o se salió. Nada. Bueno, pueda ser que el Señor me lo tenga por allá apuntadito por aquello de “Fui peregrino y me alojasteis (Mt 25, 35)”.
Al otro día volví a la cafetería y don Gerado, esta vez sin guayabo, insistía en “Con mucho gusto, dotor”; “Aquí está el tinto, dotor”; “Bien pueda, dotor” y similares. Lo mismo el día siguiente. El tercer día de doctorado caí en la cuenta de que don Gerardo al hablar de sus amigos estudiantes que ya habían salido se refería a ellos como el dotor fulano, el dotor perano y el dotor Mario Náder. Comprendí, entonces, que al próximo amigo estudiante le contaría que él había sido amigo del dotor fulano, del dotor perano, del dotor Mario Náder y del dotor Gabriel Escobar.
Gabriel escobar Gaviria
5 comentarios:
Chévere la historia, pero dudo que en la cafetería de la facultad, misma que yo frecuenté varios años más tarde, vendieran en esa época o en alguna otra "algunos tragos", a no ser que fueran de tinto o gaseosa...
En mi época había que ir al parque de Laureles --nunca he sabido si es el primero o el segundo-- por las cervezas.
Estimado Deepfield
Qué pesar que te dejas contagiar de la alegadera sin rumbo del señor Sebastioán Felipe, asiduo gramatiquero del sótano de la edición digital de El Espectador.
Busca a ver dónde dije que don Gerardo nos vendiera trago en la cafetería. A las 7:00 p. m. hacía mucho rato que don Gerardo había cerrado el negoció. A veces, en tiempos de exámenes dejaba a Rodrigo, "Bundolo", hasta las 10:00 p. m. para que nos vendiera tinto. No más. No sé por qué ustedes tenían que ir hasta el parque de Laureles, eso es muy lejos. A todo el frente teníamos a Bulerías donde comprábamos trago cuando queríamos hacer alguna fiestecita dentro de la Universidad. Eran tiempos en que no teniamos que mostrar hasta el registro de nacimiento, como ocurre hoy en día, para entrar a la Universidad aun en horas de la noche. Si bien la 70 no se había convertido en el burdel que es hoy en día, también existía El Virrey y el Dino Rojo de la 70, sitios donde pasábamos deliciosas veladas con nuestras novias y amigas.
Ah, si tus tiempos son recientes, la cafetería no era la de ahora, era más recogida. En la actual, el muchacho de Química se habría congelado en alguna de las noches que habría pasado allí, porque seguro que la de mi relato no fue la única.
Se me fue una o de más en el nombre de Sebastián
Anécdota adicional
Con lo de las puertas abiertas de la Universidad Pontificia Bolivariana, recordé una anécdota de Monseñor Félix Henao Botero, rector de la misma durante 33 años.
Unos estudiantes de Arquitectura, no sé quiénes por si me piden pruebas, estaban promoviendo un paro en la Universidad.
Monseñor los llamó a la Rectoría y les dijo:
–Muchachos, cuando ustedes entraron a la Universidad por primera vez, ¿las puertas estaban abiertas o cerradas?
–Monseñor, estaban abiertas. por supuesto –dijo el líder.
–Ah. –reflexionó Moncho–. No las hemos cerrado todavía, pueden salir si lo desean.
Hasta ese momento duró el intento de paro.
Segunda anécdota adicional
Cuando la fiesta era de los de Química, no necesitaban comprar trago en Bulerías. Ellos lo hacían en el laboratorio.
Publicar un comentario