Mundo moderno
Oda a la “cubilla”
Hace poco me hicieron una de esas preguntas ridículas que distinguen los concursos de belleza y las entrevistas de universidades. ¿Si fueras a quedar atrapada en una isla desierta, y sólo pudieras llevar un objeto, cuál sería y por qué?
La pregunta me pareció tan tonta que elegí no responder, pero hace pocos días recibí un regalo que creo que se ha ganado el improbable honor de ser el objeto que me llevaría a la dichosa isla. Se trata de una cobija. O, como le diría mi hermana Pilar, una cubilla. Una cubilla, a diferencia de lo que erróneamente afirma el diccionario, no es un insecto sino una cobijita extremadamente suave con poderes mágicos.
A muchos de ustedes se les habrán olvidado los poderes de las cubillas con la edad, pero a mí no. Una cubilla, recordarán, tiene varias propiedades asombrosas. Sirve como capa, con la ayuda de la cual nada es imposible de levantar y hasta se puede volar si las condiciones meteorológicas y de supervisión paternal y maternal son las adecuadas. Sirve como base para un picnic para proteger la merienda de las hormigas durante las largas jornadas en las que, durante las vacaciones, los niños huyen de los adultos durante esos años maravillosos en los que el oficio de uno es jugar, y jugar muy en serio. Como si fuera poco, la cubilla protege del frío, aísla el regaño, esconde el mecato, repele las pesadillas y te vuelve invisible a los monstruos.
Yo pensé que mis días de necesitar –o querer siquiera una cubilla– habían desaparecido con los braquets y las pecas, pero este regalo de suavidad azul resultó ser atemporalmente bienvenido cuando, hace poco, mi marido a medianoche realizó su patentada maniobra “gira y pinza” (que consiste en que gira sobre su propio eje sosteniendo las cobijas entre sus manos y luego las atrapa entre su barriga y el colchón, liberando sus manos pero aprisionando las cobijitas y dejándome a la merced del frío bogotano), la cubilla me rescató. Ahí estaba yo, congelada y furiosa, pensando cómo despertar a la montaña roncadora a mi lado (¿le tapo la nariz?, ¿me hago la del temblor?, ¿le meto una patada “accidental”?, ¿le tiro el gato encima...?), y con el dedo gordo del pie descobijado sentí la peluda bienvenida, como el apretón de manos de un viejo amigo. Gracias a la cobija, mi marido y yo dormimos plácidamente esa noche y las que le han seguido porque desde entonces, cada noche escondo la cubilla debajo de mi almohada y espero el momento en el que ella es toda para mí.
Además, la cubilla, que es del tamaño perfecto (de oreja a pies) sirve para dormir televisión y me pone de buen genio para calificar exámenes, hace que desaparezca el cansancio y la pereza y crea a mi alrededor un domo calientico y suavecito que me recuerda esos días en los que mi mayor problema era no alcanzar el picaporte.
Honestamente, creo que las cubillas deberían ser de dotación obligatoria para todo el mundo. Todos tendríamos un día mejor si empezara y terminara con una cubilla.
Ángela Álvarez V.
angela_alvarez_v@yahoo.com
Oda a la “cubilla”
Hace poco me hicieron una de esas preguntas ridículas que distinguen los concursos de belleza y las entrevistas de universidades. ¿Si fueras a quedar atrapada en una isla desierta, y sólo pudieras llevar un objeto, cuál sería y por qué?
La pregunta me pareció tan tonta que elegí no responder, pero hace pocos días recibí un regalo que creo que se ha ganado el improbable honor de ser el objeto que me llevaría a la dichosa isla. Se trata de una cobija. O, como le diría mi hermana Pilar, una cubilla. Una cubilla, a diferencia de lo que erróneamente afirma el diccionario, no es un insecto sino una cobijita extremadamente suave con poderes mágicos.
A muchos de ustedes se les habrán olvidado los poderes de las cubillas con la edad, pero a mí no. Una cubilla, recordarán, tiene varias propiedades asombrosas. Sirve como capa, con la ayuda de la cual nada es imposible de levantar y hasta se puede volar si las condiciones meteorológicas y de supervisión paternal y maternal son las adecuadas. Sirve como base para un picnic para proteger la merienda de las hormigas durante las largas jornadas en las que, durante las vacaciones, los niños huyen de los adultos durante esos años maravillosos en los que el oficio de uno es jugar, y jugar muy en serio. Como si fuera poco, la cubilla protege del frío, aísla el regaño, esconde el mecato, repele las pesadillas y te vuelve invisible a los monstruos.
Yo pensé que mis días de necesitar –o querer siquiera una cubilla– habían desaparecido con los braquets y las pecas, pero este regalo de suavidad azul resultó ser atemporalmente bienvenido cuando, hace poco, mi marido a medianoche realizó su patentada maniobra “gira y pinza” (que consiste en que gira sobre su propio eje sosteniendo las cobijas entre sus manos y luego las atrapa entre su barriga y el colchón, liberando sus manos pero aprisionando las cobijitas y dejándome a la merced del frío bogotano), la cubilla me rescató. Ahí estaba yo, congelada y furiosa, pensando cómo despertar a la montaña roncadora a mi lado (¿le tapo la nariz?, ¿me hago la del temblor?, ¿le meto una patada “accidental”?, ¿le tiro el gato encima...?), y con el dedo gordo del pie descobijado sentí la peluda bienvenida, como el apretón de manos de un viejo amigo. Gracias a la cobija, mi marido y yo dormimos plácidamente esa noche y las que le han seguido porque desde entonces, cada noche escondo la cubilla debajo de mi almohada y espero el momento en el que ella es toda para mí.
Además, la cubilla, que es del tamaño perfecto (de oreja a pies) sirve para dormir televisión y me pone de buen genio para calificar exámenes, hace que desaparezca el cansancio y la pereza y crea a mi alrededor un domo calientico y suavecito que me recuerda esos días en los que mi mayor problema era no alcanzar el picaporte.
Honestamente, creo que las cubillas deberían ser de dotación obligatoria para todo el mundo. Todos tendríamos un día mejor si empezara y terminara con una cubilla.
Ángela Álvarez V.
angela_alvarez_v@yahoo.com
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