Era agosto de 1983 y me encontraba en Bogotá buscando empleo. Acostumbraba frecuentar una salsamentaria que había comprado un matrimonio amigo de mi esposa en el barrio La Esmeralda en el occidente bogotano, y me había hecho un esforzado trabajador sin sueldo del negocio.
Vecino de la salsamentaria había un restaurante de mediano lujo al que acudían algunos ejecutivos para su almuerzo. La tranquilidad del barrio, y lo alejado de todo ajetreo lo hacían especialmente atractivo para aquellas infidelidades meridianas en las que la disculpa del almuerzo en las cercanías de la empresa era la mejor coartada en aquellos tiempos cuando aún no había llegado el control celular.
Allí acudía Luis Alfonso con su amiguita, sin saber que su esposa ya venía pisándole los talones y que estaba a punto de agarrarlo con las manos en la masa. Un día sucedió lo que tenía que suceder: la esposa de Luis Alfonso atinó a pasar en un taxi por el restaurante que semanas antes había descubierto en su investigación, y el carro de su esposo estaba allí. Tranquila se bajó del taxi y se encaminó hacia el interior del restaurante.
Parte del mobiliario del negocio consistía en mesas para cuatro personas con sus respectivos asientos de a dos, tal como los del Restaurante Versalles del centro de Medellín, aunque más anchitos. Había corrido la suerte de que aquel día, momentos antes del ingreso de la Doña, había entrado Germán, un amigo de Luis Alfonso, y se había sentado en el asiento vacío mientras conversaba algo con su amigo. Germán también era cliente de allí, pero acostumbraba sentarse solo y no era su propósito importunar a Luis Alfonso, sólo se trataba de una consulta de afán.
La esposa agraviada llegó hasta la mesa e hizo el reclamo a Luis A. quien sólo acertó a disculparse:
–No, mi amor, no es lo que tú piensas, sólo me senté aquí un momento mientras Germán venía del baño, pues esta dama es su novia. ¡Ven, Germán, siéntate aquí de nuevo!
–No, tranquilo –dijo la recién llegada–, no te preocupes yo me siento aquí con Germán y así almorzaremos los cuatro. Mucho gusto, Germán, yo soy la esposa de Luis Alfonso. Mucho gusto... ¿Cómo se llama tu novia, Germán?
La tranquilidad de la esposa de Luis A. desconcertó hasta a los meseros, que ya sabían de los cachos que Luis Alfonso le ponía. Éste respiró profundamente por haberse salvado, aunque un poco preocupado por la duplicación de la cuenta.
Durante el almuerzo había momentos en que la conversación se dividía por bancos, momentos que la Doña aprovechaba para dejar avanzar a Germán en el gallinaceo al que le iba correspondiendo mesuradamente.
Cada vez los ratos de conversación independientes eran más largos y cuando Germán ya había avanzado lo suficiente, la Doña manifestó afán de retirarse, por lo que el galán se ofreció a llevarla en su carro, pues el esposo debía estar temprano en la oficina.
–¡Muchas gracias, Germán!, muy querido, pero me da pena de tu novia.
–¿Cuál novia? ¿No te has dado cuenta, pues, de que es la amante de tu marido?
Y ahí fue Troya.
–Ves –le dijo al marido– que tu tal Germán se tragó el anzuelo que le tiré para que me confesara todo. Así que creíste que me iría a tragar el cuento de la novia de Germán si desde hace casi un mes te puedo decir cuántas veces has venido aquí.
Y lo sacó tallado del restaurante sin darle tiempo siquiera de pagar la cuenta, la que les quedó a Germán y a su improvisada novia.
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