Mundo moderno
Del amor, las dietas y la infidelidad gastronómica
Finalmente, sucumben. La pareja de recién casados decide hacer dieta, juntos. Lo primero que se adelgaza es la paciencia de ella; lo primero que él pierde es el sentido del humor. Poco a poco, el amor se carcome y la falta de chocolate empieza a hacer mella.
Verán, el amor genera confianza y la confianza genera seguridad, y la seguridad conduce a la paz interior y a la exterior. Pero las dietas generan hambre y el hambre genera inestabilidad y la inestabilidad genera paranoia y la paranoia lleva a la esposa a esculcar los bolsillos del esposo, no buscando la nota delatora ni el teléfono sospechoso, sino el envoltorio soplón que lo acuse de la infidelidad más aterradora: los cachos gastronómicos. El corazón se hunde cuando encuentra lo que busca: diminuto, crujiente, brillante, y seductor. La escena que le sigue resulta demasiado familiar. El marido llega y en vez de saludar con beso, corre al baño a lavarse los dientes.
—Es que comí mucha cebolla porque dizque es muy diurética –dice tras la puerta cerrada mientras agarra el cepillo de dientes con tanta fuerza que los nudillos se tornan blancos.
Ella sabe que miente porque la mentira huele más que la cebolla. Entonces se arrima e inspecciona el rostro del amado con la minuciosidad de un agente de contraespionaje. Y ahí está, en la comisura derecha. Una pizca de salsa de caramelo, tan diminuta que habría pasado inadvertida en una revisión menos juiciosa.
—Sé lo que hiciste —dice la esposa, le tira el papel metalizado y se voltea asqueada.
—¡Fue sólo una vez, te lo juro!
—Mientes. Lo veo en tus ojos, que brillan con la felicidad que sólo el azúcar da. ¿Es sólo con helado? Dime qué más has comido. Quiero saberlo.
—No ha sido mucho. Tal vez un par de empanadas ayer y el helado de hoy. Lo del choripán de viernes no fue culpa mía, te lo juro, en la oficina me obligaron. Bueno, y la semana pasada estuve almorzando donde mi mamá y me comí un poquito de pastel de gloria, pero es que lo hizo ella misma y no podía decirle que no…
—¿Tenía chispas de chocolate?
—¿chispas…?
—¡El helado! ¡Tenía chispas?
—Ssssssssssssí
—Te desconozco. ¿cómo pudiste? Yo acá, a punta de apio hervido y puré de rábano y tú allá afuera comiendo ¡eh!- ni siquiera puedo decirlo. Se acabó. Mañana me voy para Presto y me como un …
—¡No! No lo digas siquiera. Prometo portarme bien. No desfallezcas ahora, no dejes que mi debilidad nos descarrile. Hemos estado tan juiciosos.
—Bueno, la verdad es que te tengo que confesar algo. El otro día iba pasando por el frente de la panadería y…
—No me digas. Está bien. Todo va a estar bien. Mañana será otro día.
Se miran. Se abrazan. Se sonríen. Se acuestan a dormir, exhaustos por la pelea, y pasan la noche plácidamente. Ella sueña con la Snickers que tiene en la cartera; él, con las empanadas de chorizo que le encargó a la de los tintos. Sí, mañana será otro día…
Del amor, las dietas y la infidelidad gastronómica
Finalmente, sucumben. La pareja de recién casados decide hacer dieta, juntos. Lo primero que se adelgaza es la paciencia de ella; lo primero que él pierde es el sentido del humor. Poco a poco, el amor se carcome y la falta de chocolate empieza a hacer mella.
Verán, el amor genera confianza y la confianza genera seguridad, y la seguridad conduce a la paz interior y a la exterior. Pero las dietas generan hambre y el hambre genera inestabilidad y la inestabilidad genera paranoia y la paranoia lleva a la esposa a esculcar los bolsillos del esposo, no buscando la nota delatora ni el teléfono sospechoso, sino el envoltorio soplón que lo acuse de la infidelidad más aterradora: los cachos gastronómicos. El corazón se hunde cuando encuentra lo que busca: diminuto, crujiente, brillante, y seductor. La escena que le sigue resulta demasiado familiar. El marido llega y en vez de saludar con beso, corre al baño a lavarse los dientes.
—Es que comí mucha cebolla porque dizque es muy diurética –dice tras la puerta cerrada mientras agarra el cepillo de dientes con tanta fuerza que los nudillos se tornan blancos.
Ella sabe que miente porque la mentira huele más que la cebolla. Entonces se arrima e inspecciona el rostro del amado con la minuciosidad de un agente de contraespionaje. Y ahí está, en la comisura derecha. Una pizca de salsa de caramelo, tan diminuta que habría pasado inadvertida en una revisión menos juiciosa.
—Sé lo que hiciste —dice la esposa, le tira el papel metalizado y se voltea asqueada.
—¡Fue sólo una vez, te lo juro!
—Mientes. Lo veo en tus ojos, que brillan con la felicidad que sólo el azúcar da. ¿Es sólo con helado? Dime qué más has comido. Quiero saberlo.
—No ha sido mucho. Tal vez un par de empanadas ayer y el helado de hoy. Lo del choripán de viernes no fue culpa mía, te lo juro, en la oficina me obligaron. Bueno, y la semana pasada estuve almorzando donde mi mamá y me comí un poquito de pastel de gloria, pero es que lo hizo ella misma y no podía decirle que no…
—¿Tenía chispas de chocolate?
—¿chispas…?
—¡El helado! ¡Tenía chispas?
—Ssssssssssssí
—Te desconozco. ¿cómo pudiste? Yo acá, a punta de apio hervido y puré de rábano y tú allá afuera comiendo ¡eh!- ni siquiera puedo decirlo. Se acabó. Mañana me voy para Presto y me como un …
—¡No! No lo digas siquiera. Prometo portarme bien. No desfallezcas ahora, no dejes que mi debilidad nos descarrile. Hemos estado tan juiciosos.
—Bueno, la verdad es que te tengo que confesar algo. El otro día iba pasando por el frente de la panadería y…
—No me digas. Está bien. Todo va a estar bien. Mañana será otro día.
Se miran. Se abrazan. Se sonríen. Se acuestan a dormir, exhaustos por la pelea, y pasan la noche plácidamente. Ella sueña con la Snickers que tiene en la cartera; él, con las empanadas de chorizo que le encargó a la de los tintos. Sí, mañana será otro día…
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