Esta anécdota la redacto en palabras de Amparo Jaramillo porque es la forma como me gusta contarla. Ella fue telefonista en La Ceja por mucho tiempo.
Cómo le parece, ingeniero, que cuando estos equipos estaban recién inaugurados muchas personas preferían pedir las llamadas por el conmutador a hacerlas directamente porque muchos municipios aún no estaban automatizados o porque no habían adquirido la costumbre.
De pronto comenzó a llamar casi todos los días un tipo, pero con una voz que ni se imagina. ¡Qué voz tan divina! ¡No, no, no! Yo no había oído una voz igual en toda mi vida. ¡Ah!, y me enamoré de esa voz.
–¡Papito! –le decía yo cuando llamaba– eso es mucha voz tan divina la que te dieron.
–Así serás de hermoso –le decía otras veces.
–Si pudiera te hacía la llamada gratis con tal de oír esa voz, pero qué hago si apenas vivo de este sueldo. –otras más.
Y así, piropo tras piropo y el hombre apenas se reía, pero no avanzaba nada, y al otro día era el mismo cuento.
Hasta que una vez me pidió una llamada a Bogotá. Y acuérdese, ingeniero, que la Empresa se demoró mucho para entrar a la red nacional, entonces nosotras teníamos que pedirle el nombre a la persona y el teléfono de donde llamaba porque así nos controlaban a nosotras. Y eso fue mucha alegría para mí.
–¡Papito! –le dije– ¡Qué dicha tan grande que por fin voy a saber cómo te llamás!, porque me tenés que decir el nombre para poder llevar el control que nos exigen –y yo matada– ¡A ver pues! despachá que de ahora en adelante te voy a seguir diciendo el nombre.
–Alfonso Uribe Jaramillo, señorita.
¡Ay!, ingeniero, usted no se imagina lo que a mí me dio al saber que era la del señor obispo la voz de la que yo estaba enamorada. Primero un frío enorme me recorrió el cuerpo, después la cabeza se me puso caliente que yo creí que la diadema se iba a derretir y unas ganas de ir al baño, pero no podía salir corriendo, de todas maneras él seguía en la línea. Hasta que por fin logré decir:
–¡Ay!, monseñor, ¿usted me va a hacer echar?
–¿Por qué? –me dijo muy serio– Si usted no me ha dicho nada que un hombre no quisiera oír.
Cómo le parece, ingeniero, que cuando estos equipos estaban recién inaugurados muchas personas preferían pedir las llamadas por el conmutador a hacerlas directamente porque muchos municipios aún no estaban automatizados o porque no habían adquirido la costumbre.
De pronto comenzó a llamar casi todos los días un tipo, pero con una voz que ni se imagina. ¡Qué voz tan divina! ¡No, no, no! Yo no había oído una voz igual en toda mi vida. ¡Ah!, y me enamoré de esa voz.
–¡Papito! –le decía yo cuando llamaba– eso es mucha voz tan divina la que te dieron.
–Así serás de hermoso –le decía otras veces.
–Si pudiera te hacía la llamada gratis con tal de oír esa voz, pero qué hago si apenas vivo de este sueldo. –otras más.
Y así, piropo tras piropo y el hombre apenas se reía, pero no avanzaba nada, y al otro día era el mismo cuento.
Hasta que una vez me pidió una llamada a Bogotá. Y acuérdese, ingeniero, que la Empresa se demoró mucho para entrar a la red nacional, entonces nosotras teníamos que pedirle el nombre a la persona y el teléfono de donde llamaba porque así nos controlaban a nosotras. Y eso fue mucha alegría para mí.
–¡Papito! –le dije– ¡Qué dicha tan grande que por fin voy a saber cómo te llamás!, porque me tenés que decir el nombre para poder llevar el control que nos exigen –y yo matada– ¡A ver pues! despachá que de ahora en adelante te voy a seguir diciendo el nombre.
–Alfonso Uribe Jaramillo, señorita.
¡Ay!, ingeniero, usted no se imagina lo que a mí me dio al saber que era la del señor obispo la voz de la que yo estaba enamorada. Primero un frío enorme me recorrió el cuerpo, después la cabeza se me puso caliente que yo creí que la diadema se iba a derretir y unas ganas de ir al baño, pero no podía salir corriendo, de todas maneras él seguía en la línea. Hasta que por fin logré decir:
–¡Ay!, monseñor, ¿usted me va a hacer echar?
–¿Por qué? –me dijo muy serio– Si usted no me ha dicho nada que un hombre no quisiera oír.
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