Por Aura López
Tomado de El Informador, n.° 342 la publicación mensual gratuita de Comfama. Página 3.
Medellín, Enero “010.
Este hombre larguirucho, triste y demacrado, que saluda con un rictus amargo en lugar de sonrisa, es Pitufo, el mismo Pitufo que pasaba con su gallada Maracaibo arriba, el que contaba historias graciosas o dolorosas o trágicas, impregnadas de todo aquello posible en el barrio o en el centro, brotadas de ese mundo turbio e ingenuo, al mismo tiempo, cruel y amable, cotidiano y sorprendente.
Pitufo era tan bello que hasta le lucían esos enormes sacos que le llegaban a los tobillos, y esos tenis sucios y rotos, y ese pelo sobre los ojos. De repente aparecía en la puerta de la librería con un pedazo de palo que accionaba como si se tratara de una metralleta, y gritaba: ¡Alto!, y fingía que disparaba, y entraba sonriendo y le brillaba esa luz de sus ojos límpidos aun cuando contaba historias azarosas. Cualquier día se perdió de vista durante un tiempo y cuando volvió traía el muslo destrozado por un disparo. Algo en él indicaba que había dejado de ser un niño, y el brillo de sus ojos parecía opacado, como si la vida no fuese ya aquello divertido que narraba con cierta fascinación, con cierto encanto infantil, a pesar de la pobreza y de la dureza de sus relatos. En verdad, nada para él había sido fácil, sólo que con esos ojos y con esa sonrisa que parecía envolverlo al hablar, uno se hacía a veces la ilusión de que él no era –da vergüenza decirlo– lo suficientemente desdichado como para compadecerlo.
Aparece pues ahora este Pitufo triste y envejecido, y dice, hablando con dificultad, que se quiere morir, y por la sombra de su mirada, uno sabe, siente, que la vida le pesa y le duele. Está enflaquecido, ojeroso y lleva un abrigo de enormes hombreras y enormes mangas que le da a los tobillos. Por uno de los rotos del pantalón se asoma la rodilla que insinúa una pierna huesuda. Hace un esfuerzo para sonreír y de repente se tapa la cara con las manos, y cara y manos se llenan de lágrimas. No ha perdido la hermosa línea de sus cejas que se juntan todavía con restos de una cierta altanería y que enmarcan lo que alguna vez fueron sus limpios ojos de muchacho de la calle. El aspecto de su cuerpo es deplorable. Cuenta que dos disparos le perforaron el estómago, y alguien lo llevó al hospital, de donde salió corriendo aterrado por el miedo a los doctores y a las enfermeras y sus extraños elementos de tortura. El dolor lo acosa y dice que ya no tiene amigos, que duerme en una acera del barrio, tapado con unos pantalones que dizque le regaló un señor gordo. Por las tardes revende algo de marihuana que le compra a doña Gertrudis, con quien trabajaba de campanero cuando nos conocimos. De la marihuana deja un cachito para él, que le da sueño y le quita el dolor. Quiere olvidarse de todo, hasta de su mamá, que se niega a recibirlo cuando trata de acercarse a la chaza, cerca de la tienda de don Elías. A veces le faltan fuerzas para venir hasta el centro y comprar una sopa barata o para buscar antiguos conocidos que quizá lo recuerden. Tal vez a aquella señora que vivía por Boston y que le daba ropa y comida, y le decía que se parecía mucho a un ahijado que se le había muerto. Tal vez. Pero Boston está tan lejos, habría que caminar tanto, y podría ser que la señora ya se hubiera muerto o se hubiera ido a vivir a otra parte. No. Mejor morirse.
Sin embargo, prometió regresar al hospital, y ensaya una sonrisa triste, dolorosa. El abrigo de mangas descomunales parece arrastrarlo, llevárselo consigo. Un enorme abrigo que camina despacio llevando adentro a un pitufo triste, una tristeza de ya no se sabe cuántos años y que lo envuelve en un espeso velo de ancianidad. Y de silencio. Ya no hay historias que contar. O ya no pueden ser contadas. Y es eso, tal vez, lo que más uno llora de todo esto: la inocencia perdida de Pitufo.
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