Reporte nocturno de daños
Era uno de los últimos sábados del mes de enero de 1984. Me desempeñaba como jefe de Zona Oriente de EDA, Empresas Departamentales de Antioquia, hoy Edatel. A mi cargo estaban el mantenimiento y operación de los sistemas telefónicos de los municipios del Oriente antioqueño tanto los cercanos a Medellín, como los lejanos. La diferencia entre unos y otros eran las plantas, Mientras en los segundos continuaban operando las plantas semielectrónicas instaladas a principios de la década del 70, en los primeros habían sido reemplazadas por novísimas plantas electrónicas digitales.
Con estas plantas EDA se había constituido pionera de las plantas electrónicas en el país, como ya lo había sido en las plantas semielectrónicas Pentaconta, y como después lo fue en la telefonía móvil para vehículos, en los teléfonos públicos inteligentes y en el canal regional de televisión, hoy Teleantioquia.
Pero esas plantas no prestaron servicio eficiente en sus principios, fueron adquiridas en un país europeo a una empresa cuya actividad principal eran los transformadores de potencia eléctrica, no la electrónica. Con mucha frecuencia se salían de servicio y era necesario ir hasta la planta a recargar el programa. No daré aquí todo el procedimiento por no ser de interés para todos los lectores. En mi zona, tenían esas plantas los pueblos cercanos a La Ceja: Guarne, Marinilla, El Santuario, Carmen de Viboral, La Unión, La Ceja, La Fe (corregimiento de El Retiro) y El Retiro.
Tenía por costumbre, por ahí a eso de las 9:00 p. m. marcar cada teléfono de pruebas desde mi oficina o desde mi apartamento. Claro que a esa hora ya no había quien contestara, pero era una prueba que yo hacía de cada planta, la que no me devolviera el repique estaba por fuera. Entonces yo tomaba el carro que me asignaron, un Nissan, con la pata dura de no sé cuántos choferes que había tenido durante sus ocho años de vida en la Empresa, y me iba hasta la respectiva planta a echarla a andar. El promedio de distancia de las siete plantas distintas de las de La Ceja es de 35 km. Eso lo hacía con el objeto de que el pueblo tuviera teléfono en la noche y no esperara hasta el otro día. Eran días de mucha seguridad y yo no sentía temor de andar solo por esas carreteras de Dios hasta en altas horas de la noche. Varias veces me tocó recoger accidentados y llevarlos al hospital más cercano.
Aquella noche de sábado me disponía en mi oficina a realizar mi chequeo telefónico cuando sonó el teléfono y lo contesté. Una voz femenina sin saludarme y sin ningún preámbulo me dijo:
–El Santuario está por fuera –y colgó sin darme tiempo de preguntarle más datos.
Yo pude haber marcado el teléfono de prueba de El Santuario para comprobar, pero no lo hice, tal vez por la preocupación que me dio saber que tenía que viajar a esa hora a El Santuario en el carro asignado, que además del deterioro por los años de trabajo estaba con llantas malísimas. Esas preocupaciones que no lo eran en otras circunstancias, se presentaron por el hecho de que Marcela, mi hija que estaba cercana a cumplir ocho años, estaba conmigo, y me asaltaba el temor de que me varara con ella en horas de la noche solo, por tanto, me vi obligado a pensar en un acompañante.
Amparo Jaramillo, la operadora, tenía un sobrino de unos 17 años que a veces la acompañaba en la central por las noches, y era aficionado a la mecánica. Cuando yo llegaba en el carro y él se encontraba en la central, examinaba el vehículo y me daba algunos consejos acerca de trabajos que debía hacerle. Por lo general, era acertado por lo que yo le fui tomando confianza. Sería, entonces, el compañero ideal para aquella ida a El Santuario. Ahora faltaba encontrarlo.
Eché varios repuestos para la planta de teléfonos de El Santuario, y sin acordarme de hacer el chequeo de las otras plantas me fui a buscarlo a la casa, en compañía de Marcela, y no lo encontré. Me entró la corazonada de que tal vez estuviera en una de las bombas de gasolina y me dirigí a la más cercana: la de la salida para La Unión. Allí estaba, ni corto ni perezoso se montó al carro y emprendimos el viaje hacia El Santuario.
Iban a ser las 10:00 p. m. cuando tomamos la carretera de Rionegro. Había un tráfico más bien nutrido como correspondía a una noche de sábado. Cuando de pronto nos encontramos con un taco de carros. En una bajada los carros iban muy despacio y en una obra de cañería se dificultaban en pasar. Los que iban y los que venían paraban en esa obra unos instantes y luego hundían el acelerador como alma que lleva el diablo. Cuando me toco el turno de llegar a la obra vi una camioneta Ranault 12 al revés, con las llantas mirando al cielo, el motor metido dentro de la cañada
Comprendí que había ocurrido un accidente y paré. Al lado de la camioneta estaba un joven sin camisa y con el pantalón empapado, a su lado una joven como teniéndose el brazo izquierdo con la mano derecha y con la ropa empapada. Pensé que se habían ido a la cañada y que por eso tenían la ropa mojada, pero cuando me acerque a ellos el olor a gasolina era enorme y me contó el joven que el tanque de la gasolina se les había derramado en sus humanidades y que él se había quitado la camisa porque la gasolina le quemaba la piel. La joven no había hecho lo mismo por el pudor femenino, pero ya la piel le empezaba a arder porque el baño con gasolina fue total, ella me dijo que sentía el hueso del brazo roto (el húmero) y efectivamente lo estaba. Al novio no le había pasado nada. Aunque no les pregunté cuánto hacía del accidente, el hecho de que la ropa aún estaba mojada de un líquido tan volátil, señalaba que había sido hacía pocos minutos.
Procedí a pasar todos los repuestos para la parte de adelante del Nissán y a Marcela. Subimos a la joven al carro y entre el sobrino de Amparo y yo le quitamos la ropa y tuvimos que romper la blusa a causa del brazo roto. Yo le di mi camisa para que se cubriera. El joven también tuvo que quitarse el bluyín dentro del carro y arrancamos para el Hospital. ¡Qué falta de solidaridad tan grande la de los que me precedieron en el paso por el lugar del accidente!
Cuando me vieron entrar tan decido inmediatamente se me acercaron dos auxiliares del Hospital con respectivas camillas en las que se montaron cada uno de los accidentados, Como al joven nada le había pasado usó la camilla para poder cubrirse con la sábana. La joven cuando se vio cubierta me devolvió la camisa. Yo puse las respectivas ropas en las camillas y se los llevaron. Marcela, mi acompañante y yo nos montamos al carro dimos reversa sin hablar con nadie y continuamos nuestro viaje Hacia El Santuario.
Iban a ser las 11:00 p. m. cuando llegamos a nuestro destino y, por supuesto, ya la operadora no estaba, pero yo tenía llave de la central y desde que miré la mesa de operadora con todas las señalizaciones en orden me di cuenta de que no había daño, subí al segundo piso donde estaba la planta y estaba trabajando a las mil maravillas.
Sólo ocho teléfonos pertenecientes a una misma tarjeta se habían desconfigurado, una falla también muy común en aquellas plantas, que aunque no tan traumático como la parada total de la planta sí molestaba a los ocho correspondientes de la tarjeta que se desconfiguraba.
Configuré los teléfonos y llamé a las operadoras nocturnas del servicio en Medellín para saber si de allí había recibido el reporte del daño. Me dijeron que no. Desde allí hice el chequeo de las demás plantas con la esperanza de que alguna estuviera por fuera, por lo que entonces yo habría entendido mal el informe. Nada .Las ocho plantas electrónicas de la zona, como un relojito.
No quedaba más que devolverme para La Ceja. Al pasar de nuevo por el Hospital de Rionegro –eran como las 12:10 p. m—. invité a mis acompañantes a entrar para enterarnos de los acontecimientos. Dejamos el carro en el parqueadero pues ya no había argumento para entrarlo hasta Urgencias.
Me localicé a un pariente de uno de los miembros de la pareja accidentada y me contó que el muchacho era hijo de un conocido comerciante rionegrero, muy buen muchacho sin estar metido ni en drogas ni en alcohol, que aún no se sabía qué pudo haberle pasado. Que no se sabía quién lo había recogido: que un misterioso personaje en un Nissan destartalado acompañado de un muchacho y de una niña y que había desaparecido con la misma rapidez con que había entrado. Que fuera como hubiera sido parecía un enviado del Cielo.
–Es verdad –asentí yo–. Hay personas que de pronto reciben órdenes extrañas que al cumplirlas redundan en el bien de otras personas.
Me despedí de mi interlocutor satisfecho del desenlace de la aventura. Al día siguiente hablé con las operadoras de El Santuario, para saber si alguna de ellas me había llamado. Ellas podrían haber llamado por medio de un teléfono de Empresas Públicas de Medellín que tenían en la mesa de operadora y que seguía en servicio aunque la planta local se saliera. Las dos negaron haberme llamado.
De esto me queda un convencimiento: la voz que me ordenó la salida sabía que yo recogería a los accidentados porque nunca creí en el convencimiento que había en mi país de que quien recogiera algún herido tendría problemas con la Ley. Nunca los he tenido y llevo un total de 25 recogidos en toda mi vida, incluyendo a uno que dejé en La Unión y murió cuando era trasladado a Medellín. Fui citado a un juzgado para que contara cómo lo había recogido, pero nunca fui vinculado al caso. Hay algo curioso: el accidente fue a las 10:00 p. m. y yo recibí la orden de ir a El Santuario a las 9:00 p. m.
Gabriel Escobar Gaviria.
Era uno de los últimos sábados del mes de enero de 1984. Me desempeñaba como jefe de Zona Oriente de EDA, Empresas Departamentales de Antioquia, hoy Edatel. A mi cargo estaban el mantenimiento y operación de los sistemas telefónicos de los municipios del Oriente antioqueño tanto los cercanos a Medellín, como los lejanos. La diferencia entre unos y otros eran las plantas, Mientras en los segundos continuaban operando las plantas semielectrónicas instaladas a principios de la década del 70, en los primeros habían sido reemplazadas por novísimas plantas electrónicas digitales.
Con estas plantas EDA se había constituido pionera de las plantas electrónicas en el país, como ya lo había sido en las plantas semielectrónicas Pentaconta, y como después lo fue en la telefonía móvil para vehículos, en los teléfonos públicos inteligentes y en el canal regional de televisión, hoy Teleantioquia.
Pero esas plantas no prestaron servicio eficiente en sus principios, fueron adquiridas en un país europeo a una empresa cuya actividad principal eran los transformadores de potencia eléctrica, no la electrónica. Con mucha frecuencia se salían de servicio y era necesario ir hasta la planta a recargar el programa. No daré aquí todo el procedimiento por no ser de interés para todos los lectores. En mi zona, tenían esas plantas los pueblos cercanos a La Ceja: Guarne, Marinilla, El Santuario, Carmen de Viboral, La Unión, La Ceja, La Fe (corregimiento de El Retiro) y El Retiro.
Tenía por costumbre, por ahí a eso de las 9:00 p. m. marcar cada teléfono de pruebas desde mi oficina o desde mi apartamento. Claro que a esa hora ya no había quien contestara, pero era una prueba que yo hacía de cada planta, la que no me devolviera el repique estaba por fuera. Entonces yo tomaba el carro que me asignaron, un Nissan, con la pata dura de no sé cuántos choferes que había tenido durante sus ocho años de vida en la Empresa, y me iba hasta la respectiva planta a echarla a andar. El promedio de distancia de las siete plantas distintas de las de La Ceja es de 35 km. Eso lo hacía con el objeto de que el pueblo tuviera teléfono en la noche y no esperara hasta el otro día. Eran días de mucha seguridad y yo no sentía temor de andar solo por esas carreteras de Dios hasta en altas horas de la noche. Varias veces me tocó recoger accidentados y llevarlos al hospital más cercano.
Aquella noche de sábado me disponía en mi oficina a realizar mi chequeo telefónico cuando sonó el teléfono y lo contesté. Una voz femenina sin saludarme y sin ningún preámbulo me dijo:
–El Santuario está por fuera –y colgó sin darme tiempo de preguntarle más datos.
Yo pude haber marcado el teléfono de prueba de El Santuario para comprobar, pero no lo hice, tal vez por la preocupación que me dio saber que tenía que viajar a esa hora a El Santuario en el carro asignado, que además del deterioro por los años de trabajo estaba con llantas malísimas. Esas preocupaciones que no lo eran en otras circunstancias, se presentaron por el hecho de que Marcela, mi hija que estaba cercana a cumplir ocho años, estaba conmigo, y me asaltaba el temor de que me varara con ella en horas de la noche solo, por tanto, me vi obligado a pensar en un acompañante.
Amparo Jaramillo, la operadora, tenía un sobrino de unos 17 años que a veces la acompañaba en la central por las noches, y era aficionado a la mecánica. Cuando yo llegaba en el carro y él se encontraba en la central, examinaba el vehículo y me daba algunos consejos acerca de trabajos que debía hacerle. Por lo general, era acertado por lo que yo le fui tomando confianza. Sería, entonces, el compañero ideal para aquella ida a El Santuario. Ahora faltaba encontrarlo.
Eché varios repuestos para la planta de teléfonos de El Santuario, y sin acordarme de hacer el chequeo de las otras plantas me fui a buscarlo a la casa, en compañía de Marcela, y no lo encontré. Me entró la corazonada de que tal vez estuviera en una de las bombas de gasolina y me dirigí a la más cercana: la de la salida para La Unión. Allí estaba, ni corto ni perezoso se montó al carro y emprendimos el viaje hacia El Santuario.
Iban a ser las 10:00 p. m. cuando tomamos la carretera de Rionegro. Había un tráfico más bien nutrido como correspondía a una noche de sábado. Cuando de pronto nos encontramos con un taco de carros. En una bajada los carros iban muy despacio y en una obra de cañería se dificultaban en pasar. Los que iban y los que venían paraban en esa obra unos instantes y luego hundían el acelerador como alma que lleva el diablo. Cuando me toco el turno de llegar a la obra vi una camioneta Ranault 12 al revés, con las llantas mirando al cielo, el motor metido dentro de la cañada
Comprendí que había ocurrido un accidente y paré. Al lado de la camioneta estaba un joven sin camisa y con el pantalón empapado, a su lado una joven como teniéndose el brazo izquierdo con la mano derecha y con la ropa empapada. Pensé que se habían ido a la cañada y que por eso tenían la ropa mojada, pero cuando me acerque a ellos el olor a gasolina era enorme y me contó el joven que el tanque de la gasolina se les había derramado en sus humanidades y que él se había quitado la camisa porque la gasolina le quemaba la piel. La joven no había hecho lo mismo por el pudor femenino, pero ya la piel le empezaba a arder porque el baño con gasolina fue total, ella me dijo que sentía el hueso del brazo roto (el húmero) y efectivamente lo estaba. Al novio no le había pasado nada. Aunque no les pregunté cuánto hacía del accidente, el hecho de que la ropa aún estaba mojada de un líquido tan volátil, señalaba que había sido hacía pocos minutos.
Procedí a pasar todos los repuestos para la parte de adelante del Nissán y a Marcela. Subimos a la joven al carro y entre el sobrino de Amparo y yo le quitamos la ropa y tuvimos que romper la blusa a causa del brazo roto. Yo le di mi camisa para que se cubriera. El joven también tuvo que quitarse el bluyín dentro del carro y arrancamos para el Hospital. ¡Qué falta de solidaridad tan grande la de los que me precedieron en el paso por el lugar del accidente!
Cuando me vieron entrar tan decido inmediatamente se me acercaron dos auxiliares del Hospital con respectivas camillas en las que se montaron cada uno de los accidentados, Como al joven nada le había pasado usó la camilla para poder cubrirse con la sábana. La joven cuando se vio cubierta me devolvió la camisa. Yo puse las respectivas ropas en las camillas y se los llevaron. Marcela, mi acompañante y yo nos montamos al carro dimos reversa sin hablar con nadie y continuamos nuestro viaje Hacia El Santuario.
Iban a ser las 11:00 p. m. cuando llegamos a nuestro destino y, por supuesto, ya la operadora no estaba, pero yo tenía llave de la central y desde que miré la mesa de operadora con todas las señalizaciones en orden me di cuenta de que no había daño, subí al segundo piso donde estaba la planta y estaba trabajando a las mil maravillas.
Sólo ocho teléfonos pertenecientes a una misma tarjeta se habían desconfigurado, una falla también muy común en aquellas plantas, que aunque no tan traumático como la parada total de la planta sí molestaba a los ocho correspondientes de la tarjeta que se desconfiguraba.
Configuré los teléfonos y llamé a las operadoras nocturnas del servicio en Medellín para saber si de allí había recibido el reporte del daño. Me dijeron que no. Desde allí hice el chequeo de las demás plantas con la esperanza de que alguna estuviera por fuera, por lo que entonces yo habría entendido mal el informe. Nada .Las ocho plantas electrónicas de la zona, como un relojito.
No quedaba más que devolverme para La Ceja. Al pasar de nuevo por el Hospital de Rionegro –eran como las 12:10 p. m—. invité a mis acompañantes a entrar para enterarnos de los acontecimientos. Dejamos el carro en el parqueadero pues ya no había argumento para entrarlo hasta Urgencias.
Me localicé a un pariente de uno de los miembros de la pareja accidentada y me contó que el muchacho era hijo de un conocido comerciante rionegrero, muy buen muchacho sin estar metido ni en drogas ni en alcohol, que aún no se sabía qué pudo haberle pasado. Que no se sabía quién lo había recogido: que un misterioso personaje en un Nissan destartalado acompañado de un muchacho y de una niña y que había desaparecido con la misma rapidez con que había entrado. Que fuera como hubiera sido parecía un enviado del Cielo.
–Es verdad –asentí yo–. Hay personas que de pronto reciben órdenes extrañas que al cumplirlas redundan en el bien de otras personas.
Me despedí de mi interlocutor satisfecho del desenlace de la aventura. Al día siguiente hablé con las operadoras de El Santuario, para saber si alguna de ellas me había llamado. Ellas podrían haber llamado por medio de un teléfono de Empresas Públicas de Medellín que tenían en la mesa de operadora y que seguía en servicio aunque la planta local se saliera. Las dos negaron haberme llamado.
De esto me queda un convencimiento: la voz que me ordenó la salida sabía que yo recogería a los accidentados porque nunca creí en el convencimiento que había en mi país de que quien recogiera algún herido tendría problemas con la Ley. Nunca los he tenido y llevo un total de 25 recogidos en toda mi vida, incluyendo a uno que dejé en La Unión y murió cuando era trasladado a Medellín. Fui citado a un juzgado para que contara cómo lo había recogido, pero nunca fui vinculado al caso. Hay algo curioso: el accidente fue a las 10:00 p. m. y yo recibí la orden de ir a El Santuario a las 9:00 p. m.
Gabriel Escobar Gaviria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario