La lección de la anciana
Hoy estaba en uno de los barrios más pobres de Apartadó haciendo para Edatel un inventario de la red telefónica. Una anciana, de apariencia muy pobre, preparaba unas frutas en el camino de un puente por donde pronto empezarían a pasar los estudiantes que terminaban la jornada de la mañana y los que empezaban la de la tarde. Unos y otros se arrimarían a comprarle las frutas. Yo hice un alto en mi trabajo y me puse a observarla: Lavó seis mangos y los dispuso en la mesa. Me antoje de uno.
–¿A cómo los mangos? –le pregunté.
–Los seis por 1.000 pesos (US $0,30 aproximadamente)
Yo no pensaba comerme sino uno y no tenía intención de llevar los otros en el bolso en que cargo los planos de la red. Lamentablemente me fallaron las Matemáticas y al hacer la división de 1.000 por seis cometí un gravísimo error al aproximar a cifras redondas.
–¿Me da uno por 100 pesos?
La anciana me miró con dureza y con reproche como si yo quisiera aprovecharme de su pobreza.
–Hombre, ¿cómo me pide un mango por 100 pesos?
Caí en la cuenta de mi error y rectifiqué:
–¿Por 200 pesos?
Por supuesto que escogí el más grande cosa que no pareció gustarle a la anciana a la que ya le había empezado a caer mal. Le pedí un cuchillo para quitarle la corteza porque vi que los lavó todos seis en la misma vasija y la mugre quedó repartida entre los mismos seis. Ella me dijo que nadie pedía cuchillo, que quien se compraba un mango lo comía con la corteza o lo llevaba a la casa.
Me resigné y empecé a recoger los planos para continuar con mi trabajo, mientras buscaba bolsillo en el bolso para guardar el mango. La señora mientras tanto lavó un cuchillo y me lo pasó sin decir nada.
Yo le di una moneda de 500 pesos y ella se alejó del lugar dejando la venta al cuidado de una señora más joven, posiblemente la hija.
Pelé el mango, me lo comí le devolví el cuchillo a la señora joven y le pedí agua para las manos y los labios. Habían transcurrido algo más de los diez minutos y la anciana no aparecía con los 300 pesos. Me pareció prudente no mencionarle a la señora joven la ausencia de la anciana porque en este pueblo cualquier disgusto puede ser grave para los actores del conflicto, cada uno de los cuales se siente defensor de los pobres y hasta reclamar un vuelto puede ser visto como una ofensa, por tanto me despedí de la señora joven y proseguí mi camino por las calles empedradas de aquel barrio pobre.
Durante mi recorrido iba recriminando a la anciana y al mismo tiempo la defendía.
–Qué vieja tan mala clase –me decía– regañarme por haberme equivocado en el precio del mango.
–Pero ella es muy pobre –la justificaba– y $100 le hacen falta.
–Pero muy egoísta cuando me negó el cuchillo.
–Pero también rectificó y me lo prestó aunque nada dijo.
–Pero se hizo la loca con los 300 pesos y se demoró para ver si yo me iba.
–Pero se le pudo haber olvidado, cuántas veces no me ha pasado a mí.
Cuando había recorrido algo más de 150 metros escuché a la anciana llamándome y corriendo detrás de mí para alcanzarme. Cuando me volví a mirar, estaba junto a mí una anciana jadeante con 300 pesos en la mano.
–Señor, mire sus 300 pesos y discúlpeme porque entré a la casa a lavarme los pies y me olvidé de que usted estaba esperándome.
–Señora, quédese con ellos que su carrera hasta aquí vale más que esos 300 pesos.
–Señor, yo no puedo quedarme con ellos porque son suyos.
–Señora su honradez vale mucho y si pudiera hasta le daría más dinero, al mismo tiempo le hice una caricia en la cabeza como se la hacía a mi madre los últimos días de su vida.
Al momento pasó cerca de los dos otra anciana, más pobre aún y ella le compartió mi regalo:
–Tome, señora –le dijo– con esto se compra una bolsa de agua (aquí el calor lo obliga a uno a tomar mucha agua) y le dio 100 pesos.
Por supuesto que no será la última vez que pase por ese puente y se me olvide el vuelto.
Gabriel Escobar Gaviria
Apartadó, Antioquia, junio de 2004
Hoy estaba en uno de los barrios más pobres de Apartadó haciendo para Edatel un inventario de la red telefónica. Una anciana, de apariencia muy pobre, preparaba unas frutas en el camino de un puente por donde pronto empezarían a pasar los estudiantes que terminaban la jornada de la mañana y los que empezaban la de la tarde. Unos y otros se arrimarían a comprarle las frutas. Yo hice un alto en mi trabajo y me puse a observarla: Lavó seis mangos y los dispuso en la mesa. Me antoje de uno.
–¿A cómo los mangos? –le pregunté.
–Los seis por 1.000 pesos (US $0,30 aproximadamente)
Yo no pensaba comerme sino uno y no tenía intención de llevar los otros en el bolso en que cargo los planos de la red. Lamentablemente me fallaron las Matemáticas y al hacer la división de 1.000 por seis cometí un gravísimo error al aproximar a cifras redondas.
–¿Me da uno por 100 pesos?
La anciana me miró con dureza y con reproche como si yo quisiera aprovecharme de su pobreza.
–Hombre, ¿cómo me pide un mango por 100 pesos?
Caí en la cuenta de mi error y rectifiqué:
–¿Por 200 pesos?
Por supuesto que escogí el más grande cosa que no pareció gustarle a la anciana a la que ya le había empezado a caer mal. Le pedí un cuchillo para quitarle la corteza porque vi que los lavó todos seis en la misma vasija y la mugre quedó repartida entre los mismos seis. Ella me dijo que nadie pedía cuchillo, que quien se compraba un mango lo comía con la corteza o lo llevaba a la casa.
Me resigné y empecé a recoger los planos para continuar con mi trabajo, mientras buscaba bolsillo en el bolso para guardar el mango. La señora mientras tanto lavó un cuchillo y me lo pasó sin decir nada.
Yo le di una moneda de 500 pesos y ella se alejó del lugar dejando la venta al cuidado de una señora más joven, posiblemente la hija.
Pelé el mango, me lo comí le devolví el cuchillo a la señora joven y le pedí agua para las manos y los labios. Habían transcurrido algo más de los diez minutos y la anciana no aparecía con los 300 pesos. Me pareció prudente no mencionarle a la señora joven la ausencia de la anciana porque en este pueblo cualquier disgusto puede ser grave para los actores del conflicto, cada uno de los cuales se siente defensor de los pobres y hasta reclamar un vuelto puede ser visto como una ofensa, por tanto me despedí de la señora joven y proseguí mi camino por las calles empedradas de aquel barrio pobre.
Durante mi recorrido iba recriminando a la anciana y al mismo tiempo la defendía.
–Qué vieja tan mala clase –me decía– regañarme por haberme equivocado en el precio del mango.
–Pero ella es muy pobre –la justificaba– y $100 le hacen falta.
–Pero muy egoísta cuando me negó el cuchillo.
–Pero también rectificó y me lo prestó aunque nada dijo.
–Pero se hizo la loca con los 300 pesos y se demoró para ver si yo me iba.
–Pero se le pudo haber olvidado, cuántas veces no me ha pasado a mí.
Cuando había recorrido algo más de 150 metros escuché a la anciana llamándome y corriendo detrás de mí para alcanzarme. Cuando me volví a mirar, estaba junto a mí una anciana jadeante con 300 pesos en la mano.
–Señor, mire sus 300 pesos y discúlpeme porque entré a la casa a lavarme los pies y me olvidé de que usted estaba esperándome.
–Señora, quédese con ellos que su carrera hasta aquí vale más que esos 300 pesos.
–Señor, yo no puedo quedarme con ellos porque son suyos.
–Señora su honradez vale mucho y si pudiera hasta le daría más dinero, al mismo tiempo le hice una caricia en la cabeza como se la hacía a mi madre los últimos días de su vida.
Al momento pasó cerca de los dos otra anciana, más pobre aún y ella le compartió mi regalo:
–Tome, señora –le dijo– con esto se compra una bolsa de agua (aquí el calor lo obliga a uno a tomar mucha agua) y le dio 100 pesos.
Por supuesto que no será la última vez que pase por ese puente y se me olvide el vuelto.
Gabriel Escobar Gaviria
Apartadó, Antioquia, junio de 2004
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